Page 96 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad                           Philip K. Dick   96


              ‐Perdón ‐le dijo Adams.

              ‐Enséñeme su autorización.


              El  hombre  de  Yance,  que  era  un  tipo  muy  moreno,

           juvenil  y  delgado,  con  aspecto  de  mexicano,  alargó  la

           mano con gesto perentorio.


              Con un suspiro, Adams sacó de su cartera el oficio de

           Ginebra, sellado por la oficina de Brose, que le autorizaba

           a emplear el Megavac 6‐V para procesar su discurso; el


           documento mostraba, además, un número de código. El

           individuo  delgado  y  moreno  comparó  el  sello  del

           discurso con el que figuraba en el oficio, pareció darse por


           satisfecho, y devolvió ambos documentos a Adams.

              ‐Aún  tengo  para  cuarenta  minutos ‐dijo  el  joven,


           continuando su trabajo‐. Váyase a dar una vuelta por ahí

           y déjeme en paz.

              Hablaba  en  tono  indiferente,  sin  dar  pie  a


           familiaridades.

              Adams observó:


              ‐Me gusta su estilo.

              Había leído con rapidez la hoja puesta en el atril. Era

           una buena redacción, cosa poco frecuente.


              El hombre de Yance dejó nuevamente de teclear.

              ‐Conque es usted Adams.

              Y le alargó por segunda vez la mano, pero esta vez para


           estrechar la suya; después del saludo, la atmósfera perdió

           gran parte de su tensión anterior. Pero seguía flotando en

           el ambiente la rivalidad tácita que surgía entre todos los




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