Page 146 - La Nave - Tomas Salvador
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número  de  latidos  que,  allá,  en  la  punta  de  los


            brazos,  percutían  en  la  piel.  O  quizá  fuera  en  los


            huesos  astillados.  Levantó  los  brazos  —pudo


            hacerlo, por lo menos en parte— y recordó entonces


            un  poco  más:  no  tener  manos  significa  no  poder



            usarlas. ¿Y por qué necesitaba él sus manos? Abrió


            los ojos, a fin de contemplar su desgracia, y nada


            pudo  ver.  Tardó  en  comprender.  Creyó  que  no


            había  conseguido  levantar  los  párpados  y  probó


            nuevamente, una y otra vez, dilatando las pupilas.


            Y no pudo ver. El alarido que se le escapó le asustó


            a  él  mismo.  Quiso  huir,  y  nuevamente  apoyó  las


            manos en el suelo. Vuelta a empezar, vuelta a gritar


            animalmente y vuelta a caer en la sima del sofoco,



            el dolor y el miedo. Aplanado contra el suelo, sus


            gemidos  parecían  estertores  de  un  moribundo.


            Gemía  al  compás  de  los  latidos  de  sangre,


            monocorde, rítmico, perdido...







               El ruido de los pasos le estaba siendo transmitido


            por el temblor del suelo. Tragó la sangre que tenía


            en  la  boca  y,  simultáneamente  al  esfuerzo  para


            conseguirlo, los oídos se le destaparon, como si un


            hierro  lo  hubiese  traspasado.  Escuchó  los  pasos


            desde  otra  dimensión,  y  unas  voces  agudas,



            sofocadas. Pero no abrió los ojos: él, oscuridad por


            oscuridad, prefería la natural, la que comprendía, la




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