Page 63 - El alquimista
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luchan porque esto forma parte de la raza humana. La vida será una
fiesta, un gran festival, porque ella sólo es el momento que estamos
viviendo.
Dos noches después, cuando se preparaba para dormir, el mucha-
cho miró en dirección al astro que seguían durante la noche. Le
pareció que el horizonte estaba un poco más bajo, porque sobre el
desierto había centenares de estrellas. -Es el oasis -dijo el camellero. -¿Y
por qué no vamos inmediatamente? -Porque necesitamos dormir.
El muchacho abrió los ojos cuando el sol comenzaba a nacer.
Frente a él, donde las pequeñas estrellas habían estado durante la
noche, se extendía una fila interminable de palmeras que cubría todo
el horizonte.
-¡Lo conseguimos! -dijo el Inglés, que también acababa de levantar-
se.
El muchacho, sin embargo, permaneció callado. Había aprendido
el silencio del desierto y se contentaba con mirar las palmeras que
tenía delante de él. Aún debía caminar mucho para llegar a las
Pirámides, y algún día aquella mañana no sería más que un recuerdo.
Pero ahora era el momento presente, la fiesta que había descrito el
camellero, y él estaba procurando vivirlo con las lecciones de su
pasado y los sueños de su futuro. Un día, aquella visión de millares de
palmeras sería sólo un recuerdo. Pero para él, en este momento,
significaba sombra, agua y un refugio para la guerra. De la misma
manera que un relincho de camello podía transformarse en peligro,
una hilera de palmeras podía significar un milagro.
«El mundo habla muchos lenguajes», pensó el muchacho.
«Cuando los tiempos van de prisa, las caravanas corren también»,
pensó el Alquimista mientras veía llegar a centenares de personas y
animales al Oasis. Los habitantes gritaban detrás de los recién llegados,
el polvo cubría el sol del desierto y los niños saltaban de excitación
al ver a los extraños. El Alquimista vio cómo los jefes tribales se
aproximaban al Jefe de la Caravana y conversaban largamente entre sí.
Pero nada de todo aquello interesaba al Alquimista. Ya había visto
a mucha gente llegar y partir, mientras el Oasis y el desierto permane-
cían invariables. Había visto a reyes y mendigos pisando aquellas
arenas que siempre cambiaban de forma a causa del viento, pero que
eran las mismas que él había conocido de niño. Aun así, no conseguía
contener en el fondo de su corazón un poco de la alegría de vida que
todo viajero experimentaba cuando, después de tierra amarilla y cielo
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