Page 74 - El alquimista
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El camellero quiso saber cuáles eran las circunstancias en   las que
                                 Dios permitía ver el futuro:
                                    -Cuando Él mismo lo muestra. Y Dios muestra el futuro raramente,
                                 y por una única razón: es un futuro que fue escrito para ser cambiado.
                                    Dios había mostrado un futuro al muchacho, pensó el camellero,
                                 porque quería que el muchacho fuese Su instrumento.
                                    -Ve a hablar con los jefes tribales -le dijo-. Háblales de los guerreros
                                 que se aproximan.
                                    -Se reirán de mí.
                                    -Son hombres del desierto, y los hombres del desierto están
                                 acostumbrados a las señales.
                                    -Entonces ya deben de saberlo.
                                    -Ellos no se preocupan por eso. Creen   que si tienen que saber algo
                                 que Alá quiera contarles, lo sabrán a través de alguna persona. Ya pasó
                                 muchas veces antes. Pero hoy, esa persona eres tú.
                                    El muchacho pensó en Fátima. Y decidió ir a ver a los jefes tribales.
                                    -Traigo señales del desierto -dijo al guardián que estaba frente a la
                                 entrada de la inmensa tienda blanca, en el centro del oasis-. Quiero ver
                                 a los jefes.
                                    El guarda no respondió. Entró y tardó mucho en regresar. Lo hizo
                                 acompañado de un árabe joven, vestido de blanco y oro. El muchacho
                                 contó al joven lo que había visto. Él le pidió que esperase un poco y
                                 volvió a entrar.
                                    Cayó la noche. Entraron y salieron varios árabes y mercaderes. Poco
                                 a poco las hogueras se fueron apagando y el oasis comenzó a quedar
                                 tan silencioso como el desierto. Sólo la luz de la gran tienda continua-
                                 ba encendida. Durante todo este tiempo, el muchacho estuvo
                                 pensando en Fátima, aún sin comprender la conversación de aquella
                                 tarde.
                                    Finalmente, después de muchas horas de espera, el guardián le
                                 mandó entrar.
                                    Lo que vio lo dejó extasiado. Nunca hubiera podido imaginar que
                                 en    medio del desierto existiese una tienda como aquélla. El suelo
                                 estaba cubierto con las más bellas alfombras que jamás había pisado y
                                 del techo pendían lámparas de metal amarillo labrado, cubierto de
                                 velas encendidas. Los jefes tribales estaban sentados en el fondo de la
                                 tienda, en semicírculo, descansando sus brazos y piernas en almohadas
                                 de seda con ricos bordados. Diversos criados entraban y salían con
                                 bandejas de plata llenas de especias y té. Algunos se encargaban de


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