Page 75 - El alquimista
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mantener encendidas las brasas de los narguiles. Un suave aroma
llenaba el ambiente.
Había ocho jefes, pero el muchacho pronto se dio cuenta de cuál
era el más importante: un árabe vestido de blanco y oro, sentado en el
centro del semicírculo. A su lado estaba el joven árabe con quien
había conversado antes.
-¿Quién es el extranjero que habla de señales? -preguntó uno de los
jefes mirándole.
-Soy yo -repuso. Y le contó lo que había visto.
-¿Y por qué el desierto iba a contar esto a un extraño, cuando sabe
que estamos aquí desde varias generaciones? -dijo otro jefe tribal.
-Porque mis ojos aún no se han acostumbrado al desierto
-respondió el muchacho-, y puedo ver cosas que los ojos demasiado
acostumbrados no consiguen ver.
«Y porque yo sé acerca del Alma del Mundo», pensó para sí. Pero no
dijo nada, porque los árabes no creen en estas cosas.
-El Oasis es un terreno neutral. Nadie ataca a un Oasis -replicó un
tercer jefe.
-Yo sólo cuento lo que vi. Si no queréis creerlo, no hagáis nada.
Un completo silencio se abatió sobre la tienda, seguido de una
exaltada conversación entre los jefes tribales. Hablaban en un dialecto
árabe que el muchacho no entendía, pero cuando hizo ademán de irse,
un guardián le dijo que se quedara. El muchacho empezó a sentir
miedo; las señales decían que algo andaba mal. Lamentó haber
conversado con el camellero sobre esto.
De repente, el viejo que estaba en el centro insinuó una sonrisa
casi imperceptible, que tranquilizó al muchacho. El viejo no había
participado en la discusión, ni había dicho palabra hasta aquel
momento. Pero el muchacho ya estaba acostumbrado al Lenguaje del
Mundo, y pudo sentir una vibración de Paz cruzando la tienda de
punta a punta. Su intuición le dijo que había actuado correctamente
al ir.
La discusión terminó. Se quedaron en silencio durante algún
tiempo, escuchando al viejo. Después, éste se giró hacia el muchacho.
Esta vez su rostro era frío y distante.
-Hace dos mil años, en una tierra lejana, arrojaron a un pozo y
vendieron como esclavo a un hombre que creía en los sueños -dijo-.
Nuestrós mercaderes lo compraron y lo trajeron a Egipto. Y todos
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