Page 77 - El alquimista
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día. Cualquier día estaba hecho para ser vivido o para abandonar el
mundo. Todo dependía de una palabra: Maktub.
Caminó en silencio. No estaba arrepentido. Si muriese mañana sería
porque Dios no tendría ganas de cambiar el futuro. Pero moriría
después de haber cruzado el estrecho, trabajado en una tienda de
cristales, conocido el silencio del desierto y los ojos de Fátima. Había
vivido intensamente cada uno de sus días desde que salió de su casa,
hacía ya tanto tiempo. Si muriese mañana, sus ojos habrían visto
muchas más cosas que los ojos de otros pastores, y el muchacho estaba
orgulloso de ello.
De repente oyó un estruendo y fue arrojado súbitamente a tierra
por el impacto de un viento que no conocía. El lugar se llenó de una
polvareda tan grande que casi cubrió la luna. Y, ante él, un enorme
caballo blanco se alzó sobre sus patas y dejó oír un relincho aterrador.
El muchacho casi no podía ver lo que pasaba, pero cuando la
polvareda se asentó un poco, sintió un pavor como jamás había
sentido antes. Sobre el caballo había un caballero vestido de negro,
con un halcón sobre su hombro izquierdo. Usaba turbante, y un
pañuelo le cubría todo el rostro, dejando ver sólo sus ojos. Parecía un
mensajero del desierto, pero su presencia era más fuerte que la de
cualquier persona que hubiera conocido en toda su vida.
El extraño caballero alzó una enorme espada curva que traía sujeta
a la silla. El acero brilló con la luz de la luna.
-¿Quién ha osado leer el vuelo de los gavilanes? -preguntó con una
voz tan fuerte que pareció resonar entre las cincuenta mil palmeras de
al-Fayum.
-He sido yo -dijo el muchacho. Se acordó inmediatamente de la
imagen de Santiago Matamoros y de su caballo blanco con los infieles
bajo sus patas. Era exactamente igual. Sólo que ahora la situación
estaba invertida-. He sido yo -repitió bajando la cabeza para recibir el
golpe de la espada-. Se salvarán muchas vidas porque vosotros no
contabais con el Alma del Mundo.
La espada, no obstante, no bajó de golpe. La mano del extraño fue
descendiendo lentamente, hasta que la punta de la lámina tocó la
cabeza del chico. Era tan afilada que salió una gota de sangre.
El caballero estaba completamente inmóvil. El muchacho también.
Ni por un momento pensó en huir. Una extraña alegría se había
apoderado de su corazón: iba a morir por su Leyenda Personal. Y por
Fátima. Finalmente, las señales habían resultado verdaderas. Allí estaba
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