Page 94 - El alquimista
P. 94

-Conocí a verdaderos Alquimistas -continuó-. Se encerraban en el
                                 laboratorio, intentaban evolucionar como el oro y acababan descu-
                                 briendo la Piedra Filosofal. Porque habían entendido que cuando una
                                 cosa evoluciona, evoluciona también todo lo que la rodea.
                                    »Otros consiguieron la Piedra de manera accidental. Ya tenían el
                                 don, sus almas estaban más despiertas que las de otras personas. Pero
                                 éstos no cuentan, pues no abundan.
                                    »Otros, finalmente, sólo buscaban el oro. Éstos jamás descubrieron
                                 el secreto. Se olvidaron de que el   plomo, el cobre y el hierro también
                                 tienen   su Leyenda Personal para cumplir. Quien interfiere en la
                                 Leyenda Personal de los otros nunca descubrirá la suya.
                                    Las palabras del Alquimista sonaron como una maldición. El
                                 muchacho se inclinó y recogió una concha del suelo del desierto.
                                    -Esto un día ya fue un mar -dijo el Alquimista.
                                    -Ya me había dado cuenta -repuso el muchacho.
                                    El Alquimista le pidió que se colocara la concha en el oído. Él ya
                                 lo había hecho muchas veces de niño, y escuchó, como entonces, el
                                 sonido del mar.
                                    -El mar continúa dentro de esta concha, porque es su Leyenda
                                 Personal. Y jamás la abandonará, hasta que el desierto se cubra
                                 nuevamente de agua.
                                    Después montaron en sus caballos y prosiguieron en dirección a
                                 las Pirámides de Egipto.
                                    El sol había comenzado a descender cuando el corazón del
                                 muchacho dio señal de peligro. Estaban en medio de gigantescas
                                 dunas, y el muchacho miró al Alquimista, pero al parecer éste no
                                 había notado nada. Cinco minutos más tarde vio, delante de ellos, las
                                 siluetas de dos jinetes recortadas contra el sol. Antes de que pudiese
                                 hablar con el Alquimista, los dos jinetes se transformaron en diez,
                                 después en cien, hasta que las gigantescas dunas quedaron cubiertas
                                 por ellos.
                                    Eran guerreros vestidos de azul, con una tiara negra sobre el
                                 turbante. Llevaban el rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba
                                 al descubierto los ojos.
                                    Aun a distancia, los ojos mostraban la fuerza de sus almas. Y esos
                                 ojos hablaban de muerte.
                                    Los llevaron a un campamento militar en las inmediaciones. Un
                                 soldado empujó al muchacho y al Alquimista al interior de una




                                                        œ  94   œ
   89   90   91   92   93   94   95   96   97   98   99