Page 130 - La muerte de Artemio Cruz
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Nadie dura eternamente... Patas de gallo alrededor de los ojos... Los cuerpos... Sólo que
                  él  también  está  acostumbrado  a  ella,  ¿verdad  que  sí?  A  su  edad  le  costaría  volver  a
                  empezar. Por más millones... cuesta trabajo y se pierde mucho tiempo buscando a una
                  mujer... las condenadas... conocen tantas salidas, les gusta tanto hacerse las remolonas...
                  prolongar los momentos iniciales... la negativa, la duda, la espera, la tentación, ¡ay, todo
                  eso!... y hacer tontos a los viejos... Claro que ella es cómoda... Y no se queja, no, qué
                  va. Hasta le halaga la vanidad que vengan a rendirle cada Año Nuevo... Y lo quiere, sí,
                  se lo jura, ya está demasiado acostumbrada a él... ¡pero cómo se aburre!... a ver, ¿qué
                  hay  de  malo  en  tener  unas  cuantas  amigas  íntimas,  en  salir  de  vez  en  cuando  a
                  divertirse, en... tomar una copita allá cada semana... ?
                      Él permaneció inmóvil. No le concedía este derecho de hostigarlo y sin embargo...
                  una lasitud tibia y abúlidos... escuchando las sandeces de esta mujer cada día más vulgar
                  e... e... no, era apetecible aún... aunque insoportable... ¿Cómo la iba a dominar?... Todo
                  lo que dominaba obedecía, ahora, sólo a cierta prolongación virtual, inerte... de la fuerza
                  de sus  años  jóvenes... Lilia podría abandonarle... le oprimió el corazón... No bastaba
                  para  conjurar  eso...  ese  miedo...  Quizá  no  habría  otra  oportunidad...  quedarse  solo...
                  Movió  con  dificultad  los  dedos,  el  antebrazo,  el  codo  y  el  cenicero  cayó  sobre  la
                  alfombra y derramó las colillas mojadas y amarillas en un cabo, el polvo de capa blanca,
                  escama gris, entraña negra. Se agachó, respirando con dificultad.
                      —No te agaches. Ahorita llamo a Serafín.
                      —Sí.
                      Quizá... Tedio. Pero asco, repulsión... Siempre, imaginando de mano de la duda...
                  Una ternura involuntaria le hizo volver el rostro para mirarla...
                      Lo observaba, desde el marco de la puerta... Rencorosa, dulce... El pelo teñido de
                  rubio ceniza y esa piel morena... Tampoco ella podía regresar... jamás lo recuperaría y
                  eso los igualaba... por más que la edad o el carácter los separara... Escenas ¿para qué?...
                  Se sintió fatigado. Nada más... Decidieron la voluntad y el destino... Nada más... No
                  más  cosas,  más  recuerdos,  más  nombres  que  los  conocidos...  Volvió  a  acariciar  el
                  damasco... Las colillas, la ceniza derramada no olían bien. Y Lilia, detenida allí con el
                  rostro grasoso.
                      Ella en el umbral. Él sentado en el sillón de damasco.
                      Entonces ella suspiró y se fue chancleteando a la recámara y él esperó sentado, sin
                  pensar en nada, hasta que la oscuridad le sorprendió al verse reflejado con tanta nitidez
                  en las puertas de cristal que conducían al jardín. El mozo entró con el saco, un pañuelo
                  y una botella de agua de Colonia. De pie, el viejo permitió que le pusieran la prenda y
                  después  abrió  el  pañuelo  para  que  el  mozo  derramara  unas  gotas  de  loción.  Cuando
                  colocó el pañuelo en la bolsa del corazón, cambió una mirada con el criado. El criado
                  bajó los ojos. No. ¿Por qué iba a pensar en lo que podría sentir ese hombre?
                      —Serafín, rápido las colillas...
                      Se incorporó, apoyándose con ambas manos, sobre los brazos del sillón. Dio unos
                  cuantos pasos hacia la chimenea y acarició los fierros toledanos y sintió la respiración
                  del fuego sobre el rostro y las manos. Se adelantó al escuchar los primeros murmullos
                  de  voces  —encantadas,  admirativas—  en  el  pasillo  de  la  casa.  Serafín  terminaba  de
                  recoger las colillas.
                      Ordenó que se atizara el fuego y los Régules entraron mientras el mozo manejaba
                  los fierros y una gran llamarada ascendía por el tiro. De la puerta que comunicaba con el
                  comedor avanzó otro criado con una charola entre las manos. Robergo Régules recibió
                  una copa mientras la pareja joven —Betina y su marido, el joven Ceballos— tomada de
                  la mano, recorría el salón y elogiaba las viejas pinturas, las molduras de yeso y oro, las

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