Page 132 - La muerte de Artemio Cruz
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brazos desnudos circularon alrededor del viejo sentado pesadamente en un nicho de la
                  vieja  sillería  de  coro,  taraceada,  tallada  con  exuberancia,  copetes  y  faldones
                  caprichosos. Olió, miró los perfumes de las mujeres, las redondeces de los escotes, el
                  secreto afeitado de los sobacos, los lóbulos cargados de joyas, los cuellos blancos y los
                  talles estrechos de donde arrancaba el vuelo de la tafeta, la seda, la malla de oro; aspiró
                  ese olor de lavanda y cigarrillos encendidos, de pintura labial y máscara, de zapatillas
                  femeninas y coñac derramado, de digestiones pesadas y laca de uñas. Levantó la copa y
                  él mismo se puso de pie; el criado le colocó entre los dedos las correas de los perros que
                  le acompañarían durante las horas restantes de la noche; estalló la gritería del nuevo
                  año:  las  copas  se  estrellaron  contra  el  piso  y  los  brazos  acariciaron,  apretaron,  se
                  levantaron para festejar esta fiesta del tiempo, este funeral, esta pira de la memoria, esta
                  resurrección  fermentada  de  todos  los  hechos,  mientras  la  orquesta  tocaba  Las
                  golondrinas, de todos los hechos, palabras  y cosas muertas del  ciclo, para festejar el
                  aplazamiento de estas cien vidas que suspendían las preguntas, hombres y mujeres, para
                  decirse, a veces con la mirada humedecida, que no habrá más tiempo que ése, el vivido
                  y alargado durante estos instantes artificialmente extendidos por el estallido de cohetes
                  y las campanas echadas al vuelo: Lilia le acarició el cuello como si pidiera perdón: él
                  sabía, quizás, que muchas cosas, muchos deseos pequeños debían reprimirse para poder,
                  en un solo momento de plenitud, gozar completamente, sin gasto previo, y ella debía
                  agradecérselo: él lo decía con un murmullo. Cuando los violines, en la sala, volvieron a
                  tomar el  aire de  La pobre gente de París, ella, con un mohín conocido,  lo  tomó del
                  brazo pero él negó con la cabeza blanca y caminó precedido de los perros al sillón que
                  ocuparía  el  resto  de  la  noche,  frente  a  las  parejas...  se  divertiría  viendo  los  rostros,
                  fingidos, dulces, pícaros, maliciosos, idiotas, inteligentes, pensando en la suerte, en la
                  suerte que tuvieron todos, ellos y él... rostros, cuerpos, bailes de seres libres, como él...
                  lo afianzan, lo aseguran al desplazarse ligeramente sobre el piso encerado, bajo la araña
                  luminosa... liberar, opacándolos, sus recuerdos... lo obligan, perversamente, a disfrutar
                  aún  más  de  esta  identidad...  libertad  y  poder...  no  estaba  solo...  estos  danzantes  le
                  acompañaban... eso le dijo el calor del vientre, la satisfacción de las entrañas... escolta
                  negra, carnavalesca, de la vejez poderosa, de la presencia encanecida, artrítica, pesada...
                  eco de la sonrisa persistente, ronca, reflejada en el movimiento de los ojillos verdes...
                  blasones  recientes,  como  el  suyo...  a  veces  aun  más  nuevos...  giraban,  giraban...  los
                  conoce...  industriales...  comerciantes...  coyotes...  niños  bien...  agiotistas...  ministros...
                  diputados... periodistas... esposas... novias... celestinas... amantes... giraban las palabras
                  cortadas de los que pasaban bailando frente a él...
                      —Sí... —Vamos, después... —.... pero mi papá ... —... te quiero... —¿... libre... ? —
                  Eso me contaron... —... nos sobra tiempo... —Entonces... —...así... — ... me gustaría...
                  —¿Dónde? —...dime... —...ya no volveré más... —...¿te gustaba?... —... difícil... —eso
                  se perdió... —chula... —... sabroso... —se hundió... —... muy merecido... —...hmmm...
                      ¡Hmmm!...  sabía  adivinar  en  los  ojos,  en  los  movimientos  de  los  labios,  de  los
                  hombros...  podía  decirles  en  silencio  lo  que  pensaba...  podía  decirles  quiénes  eran...
                  podía  recordarles  sus  verdaderos  nombres...  quiebras  fraudulentas...  devaluaciones
                  monetarias reveladas de antemano... especulación de precios... agio bancario... nuevos
                  latifundios... reportajes a tanto la línea... contratos de obras públicas inflados... jilguero
                  en  jiras  políticas...  despilfarro  de  la  fortuna  paterna...  coyotaje  en  las  secretarías  de
                  Estado...  nombres  falsos:  Arturo  Capdevila,  Juan  Felipe  Couto,  Sebastián  Ibargüen,
                  Vicente Castañeda, Pedro Caseaux, Jenaro Arriaga, Jaime Ceballos,  Pepito  Ibargüen,
                  Roberto Régules... Y los violines tocaban y las faldas volaban y las colas de los fracs...
                  No  hablarán  de  todo  eso...  hablarán  de  viajes  y  amores,  de  casas  y  automóviles,  de

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