Page 133 - La muerte de Artemio Cruz
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vacaciones y fiestas, de joyas y criados, de enfermedades y sacerdotes... Pero están allí,
allí en corte... frente al más poderoso... destruirlos o halagarlos con una mención en el
periódico... imponerles la presencia de Lilia... instarlos, con una voz secreta, a bailar,
comer, beber... sentirlos cuando se acercan...
—Tuve que traerlo, nada más para que viera ese cuadro del Arcángel, ése, divino...
—Si lo he dicho siempre: sólo teniendo el gusto de don Artemio...
—¿Cómo podemos corresponderle?
—Con razón no acepta usted invitaciones.
—Todo estuvo tan regio que me he quedado muda; muda, muda, don Artemio; ¡qué
vinos! ¡y esos platos con esas cositas tan regias!
...apartar el rostro y desentenderse... le bastaban los rumores... no quería fijar nada...
los sentidos gozaban el puro murmullo de lo circundante... tactos, olores, sabores,
imágenes... Que lo llamen, entre risas y cuchicheos, la momia de Coyoacán... que se
burlen de Lilia con sonrisas secretas... Allí están, bailando bajo su mirada...
Levantó un brazo: una seña al director de la orquesta: la música cesó a media pieza
y todos dejaron de bailar: el popurrí oriental apuntado por las cuerdas, el pasillo abierto
entre la gente, la mujer semidesnuda que avanzó desde la puerta, ondulando los brazos y
las caderas hasta ocupar el centro del salón: un grito alegre: la bailarina hincada frente
al ritmo de tambores que domina la cintura: cuerpo embarrado de aceite, labios
anaranjados, párpados blancos y cejas azules: de pie, bailando alrededor del círculo,
moviendo el vientre en espasmos cada vez más rápidos: escogió al viejo Ibargüen y lo
arrastró por el brazo al centro de la pista, lo sentó en el suelo, le colocó los brazos en la
posición de un Dios Visna, bailoteó a su derredor y él trató de imitar las ondulaciones:
todos sonrieron: ella se acercó a Capdevila, le obligó a despojarse del saco, a bailar
alrededor de Ibargüen: el anfitrión rió, hundido en su sillón de damasco, acariciando las
correas de los perros; la bailarina montó sobre la espalda de Couto y animó a varias
mujeres a imitarla: todos rieron: los caballazos, entre carcajadas, destruyeron los
peinados y mancharon de sudor las caras inflamadas de las amazonas: las faldas se
arrugaron, levantadas más arriba de las rodillas: algunos jóvenes, entre risas agudas,
estiraron las piernas para meter zancadillas a los corceles apoplégicos que batallaban
entre los dos viejos danzantes y la mujer de muslos abiertos.
Levantó la mirada, como si emergiera de una zambullida a fuerza de lastre: encima
de las cabezas despeinadas y de los brazos ondulantes, el claro cielo de vigas y los
muros blancos, los óleos del siglo XVII y los estofados angélicos... y en el oído
despierto, la carrera escondida de las inmensas ratas —colmillos negros, hocicos
afilados— que poblaban las techumbres y los cimientos de este antiguo convento
jerónimo, que a veces se escurrían sin pudicia por los rincones de la sala y que en la
oscuridad, por millares, encima y debajo de los alegres festejantes, esperaban... quizá...
la oportunidad de tomarlos a todos por sorpresa... infectar la fiebre y la jaqueca... el
mareo y el temblor frío... la hinchazón dura y dolorosa entre las piernas y las axilas... las
manchas negras sobre la piel... el vómito de sangre... si volviese a levantar el brazo...
para que los criados cerraran con travesaños de hierro las salidas... los escapes de esta
casa de ánforas y cilindros... tableros biselados... camas de baldaquín y lienzo... llaves
de fierro... cuarterones y sillerías... puertas de metales redoblados... estatuas de frailes y
leones... y la comparsa se viese obligada a permanecer aquí... a no abandonar la nave...
rociarse los cuerpos con vinagre... encender hogueras de madera perfumada... colgarse
rosarios de tomillo alrededor del cuello... espantar con desidia las moscas verdes y
zumbonas... mientras él ordenaba bailar, vivir, beber... Buscó a Lilia entre el mar de
gente alborotada: bebía sola y silenciosa en una esquina, con una sonrisa inocente en los
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