Page 129 - La muerte de Artemio Cruz
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cegaban los detalles centrales de las obras pero que, en recompensa, daban un relieve
                  opaco a los rincones de tono amarillo y sombra rojiza. Acarició el damasco y aspiró el
                  humo filtrado. El criado se acercó sin hacer ruido y le preguntó si podía servirle algo. Él
                  asintió y pidió un Martini muy seco. El criado apartó dos hojas de cedro labrado para
                  descubrir  la  espejería  empotrada,  el  aparador  de  etiquetas  de  colores  y  líquidos
                  enfrascados:  ópalo  verde  esmeralda,  rojo,  blanco  cristalino:  Chartreuse,  Peppermint,
                  Acquavit,  Vermouth,  Courvoissier,  Long  John,  Calvados,  Armagnac,  Beherovka,
                  Pernod y la hileras de vasos de cristal, grueso y cortado, delgado y tintineante. Recibió
                  la copa. Indicó al criado que fuese a la bodega para escoger las tres marcas de la cena.
                  Estiró  las  piernas  y  pensó  en  el  detalle  con  que  había  cuidado  la  construcción  y  las
                  comodidades  de  ésta,  su  verdadera  casa.  Catalina  podía  vivir  en  el  caserón  de  Las
                  Lomas,  ayuno  de  personalidad,  idéntico  a  todas  las  residencias  de  millonarios.  Él
                  prefirió encontrar estos viejos muros, con sus dos siglos de cantera y tezontle, que de
                  una manera misteriosa lo acercaban a episodios del pasado, a una imagen de la tierra
                  que  no  quería  perder  del  todo.  Sí,  se  daba  cuenta  de  que  había  en  todo  ello  una
                  sustitución,  un  pase  de  magia.  Y  sin  embargo  las  maderas,  la  piedra,  las  rejas,  las
                  molduras, las mesas de refectorio, la ebanistería, los peinazos y entrepaños, la labor de
                  torno de las sillas conspiraban para devolverle realmente, con un ligerísimo perfume de
                  nostalgia, escenas, aires, sensaciones táctiles de la juventud.
                      Lilia  se  quejaba;  pero  Lilia  jamás  comprendería.  ¿Qué  podía  decirle  a  esta
                  muchacha un techo de vigas antiguas? ¿Qué, una ventana enrejada con opacidades de
                  herrumbre? ¿Qué, el tacto suntuoso de una casulla sobre la chimenea, escamada de oro,
                  bordada con hilos de plata? ¿Qué, el olor de ayacahuite de los arcones? ¿Qué, el brillo
                  lavado de la cocina de azulejo poblano? ¿Qué, la sillería arzobispal del comedor? Tan
                  rica, tan sensual, tan suntuosa era la posesión de estos objetos como la del dinero y los
                  signos más evidentes de la plenitud. Ah, sí, qué gusto redondo, qué sensualidad de las
                  cosas inanimadas, qué placer, qué goce aislado... Sólo una vez al año participaban de
                  todo  esto  los  invitados  a  la  célebre  recepción  de  San  Silvestre...  Día  de  goces
                  multiplicados,  porque  los  huéspedes  debían  aceptar  ésta  como  su  verdadera  casa  y
                  pensar en la Catalina solitaria que, reunida con ellos, con Teresa, el Gerardo, cenaba a
                  esas horas en la residencia de Las Lomas... Mientras él presentaba a Lilia y abría las
                  puertas de un comedor azul, vajilla azul, lino azul, paredes azules... donde los vinos se
                  derraman  y  los  platones  corren  colmados  de  carnes  raras,  peces  rosados  y  mariscos
                  olorosos, hierbas secretas, dulces amasados...
                      ¿Era necesario interrumpir su descanso? El chancleteo desidioso de Lilia sobre el
                  piso. Sus uñas sin pintar sobre la puerta del salón. El rostro embarrado de grasa. Desea
                  saber si el  vestido rosa  le va bien para la noche. No quiere desentonar como  el año
                  pasado, provocar ese enojo desdeñoso. ¡Ah, ya está bebiendo! ¿Por qué no le invita una
                  copa?  Le  está cansando esa falta de confianza,  esa cantina cerrada  con  candado,  ese
                  criado impertinente que le niega el derecho de entrar a la bodega. ¿Se aburre? Como si
                  él  no lo  supiera. Quisiera estar vieja, fea, para que él  la despachara de  una vez  y la
                  dejara  vivir  a  gusto.  ¿Que  nadie  la  detiene?  ¿Y  luego  el  dinero,  el  lujo,  la  casota?
                  Mucho dinero, mucho lujo, pero sin alegría, sin diversiones, sin el derecho de beber una
                  copita siquiera. Claro, si lo  quiere mucho. Se lo ha dicho mil  veces.  Las  mujeres  se
                  acostumbran  a  todo;  depende  del  cariño  que  les  den.  Igual  puede  acostumbrarlas  un
                  amor juvenil que un amor paternal. Claro que le tiene cariño; no faltaba más... Ya van
                  para ocho años de vivir juntos y él no hizo escenas, no la regañó... Nada más la obligó...
                  ¡Pero qué bien le vendría otra cana al aire!... ¿Qué? ¿La imaginaba tan tonta?... Ya, ya,
                  nunca  ha  sabido  aguantar  una  broma.  De  acuerdo,  pero  se  da  cuenta  de  las  cosas...

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