Page 128 - La muerte de Artemio Cruz
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ÉL tomó el pasamanos de fierro con dificultad. Clavó la otra mano en el fondo de la
bolsa del saco de casa y descendió pesadamente, sin mirar los nichos dedicados a las
vírgenes mexicanas. Guadalupe, Zapopan, Remedios.
El sol poniente, al entrar por los vitrales, doró los estofados cálidos, las faldas
amponas semejantes a velámenes de plata; enrojeció la madera quemada de las vigas;
alumbró medio rostro del hombre. Vestía ya el pantalón, la camisa y la corbata de
smoking: cubierto por la bata roja, parecía un prestidigitador viejo y cansado: imaginó
la repetición, esa noche, de los actos que alguna vez pudieron revelarse con un encanto
singular; hoy, reconocería con fastidio los mismos rostros, las mismas frases que año
con año daban el tono a la fiesta de San Silvestre en la enorme residencia de Coyoacán.
Los pasos sonaron huecos sobre el piso de tezontle. Ligeramente apretados dentro
de las zapatillas de charol negro, los pies se arrastraron con esa pesantez tambaleante
que ya no podía evitar. Alto, columpiado sobre los talones indecisos, con el pecho
grueso y las manos colgándole, nerviosas, surcadas de venas gruesas también, recorrió
con lentitud los pasillos enjalbegados, pisando los hondos tapetes de lana, mirándose en
los espejos patinados y en los cristales dispersos de las cómodas coloniales, rozando con
los dedos las chapas y aldabas, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los
olores escaños de ayacuahuite, las taraceas opulentas. Un criado le abrió la puerta del
gran salón; el viejo se detuvo por última vez frente a un espejo y se arregló la corbata de
moño. Se alisó, con la palma de la mano, los escasos cabellos grises, rizados, que
rodeaban la frente alta. Apretó la quijada para acomodar bien los dientes postizos y
entró al salón de piso pulido, vasta explanada de cedros brillantes despojada de los
tapetes para permitir el baile, abierta sobre el jardín de pelusa y terrazas de ladrillo,
adornada con cuadros de la Colonia: San Sebastián, Santa Lucía, San Jerónimo, San
Miguel.
Al fondo, lo esperaban los fotógrafos, reunidos alrededor del sillón de damasco
verde, bajo el candil de cincuenta luces sostenido desde el techo. Sonaron las siete en el
reloj colocado sobre la chimenea abierta junto a los taburetes de cuero arrimados al
hogar encendido durante estos días de filo. Saludó con la cabeza y tomó asiento en el
sillón, arreglándose la pechera tiesa y los puños de piqué. Otro criado se acercó con los
dos mastines grises, de belfos rosados y ojos melancólicos y colocó las correas lijosas
entre las manos del amo. Los collares de los perros, tachonados de bronce, brillaron con
luces contrastadas. Levantó la cabeza y apretó los dientes de nuevo. Los fogonazos
alumbraron con tonalidades de cal la gran cabeza gris. A medida que le solicitaban
nuevas poses, él insistía en alisarse el pelo y recorrer con los dedos las dos bolsas
pesadas que le colgaban de las aletas de la nariz y se perdían en el cuello. Sólo los
pómulos altos mantenían la dureza de siempre, aunque los recorrieran las redecillas de
arrugas nacidas en los párpados cada día más hundidos, como si quisieran proteger esa
mirada entre divertida y amarga, esos iris verdosos escondidos entre los pliegues de
carne suelta.
Uno de los mastines ladró y quiso desprenderse de la sujeción. Un fogonazo se
disparó en el momento en que él era sacado bruscamente, con una expresión de
desconcierto rígido, del sillón por la fuerza del perro. Los demás fotógrafos miraron con
severidad al que había tomado la placa. El responsable extrajo el rectángulo negro de la
cámara y lo entregó, en silencio, a otro fotógrafo.
Cuando salieron los fotógrafos, él alargó la mano temblorosa y tomó un cigarrillo
con filtro de la caja de plata colocada sobre la mesa rústica. Encendió la llama del
briquet con dificultad y recorrió lentamente, asintiendo con la cabeza, la hagiografía de
óleos viejos, barnizados, manchados por grandes espacios muertos de luz directa que
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