Page 131 - La muerte de Artemio Cruz
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tallas  suntuosas,  los  copetes  y  faldones  barrocos,  los  travesaños  torneados,  los
                  mascarones policromos. Él daba la espalda a la puerta cuando el vaso se estrelló contra
                  el piso con un ritmo de campana rota y la voz de Lilia gritó algo en son de burla. El
                  viejo y los invitados vieron el rostro de esa mujer despintada que asomaba prendida a la
                  manija de la puerta: —¡Lero, lero! ¡Feliz Año Nuevo!... No te preocupes, viejito, que en
                  una hora se me baja... y bajo como si nada... no más quería decirte que resolví pasar un
                  año muy suave... ¡pero muy requetesuave!...
                      Él se dirigió a ella con su paso tambaleante y difícil y ella gritó: —¡Ya me aburrí de
                  ver programas de tele todo el día... viejito!
                      A cada paso del viejo, la voz de Lilia se aflautaba más.
                      —Ya me sé todas las historias de vaqueros... pum-pum... el Marshall de Arizona...
                  el campamento pielroja... pumpum... ya sueño con las vocecitas ésas... viejito... tome
                  Pepsi... nada más... viejito... seguridad con comodidad; pólizas...
                      La mano artrítica abofeteó el rostro despintado y los bucles teñidos cayeron sobre
                  los  ojos  de  Lilia.  Dejó  de  respirar.  Dio  la  espalda  y  se  fue,  despacio,  tocándose  la
                  mejilla. Él regresó al grupo de los Régules y Jaime Ceballos. Los miró fijamente, a cada
                  uno, durante varios segundos, con la cabeza alta. Régules bebió el whisky; escondió la
                  mirada detrás del vaso. Betina sonrió y se acercó al anfitrión con un cigarrillo entre las
                  manos, como si solicitara fuego.
                      —¿Dónde consiguió ese arcón?
                      El  viejo  se  apartó  y  Serafín  el  criado  prendió  un  fósforo  cerca  del  rostro  de  la
                  muchacha  y  ella tuvo  que alejar la cabeza del  busto del  viejo  y  darle la espalda. Al
                  fondo del pasillo, detrás de Lilia, entraban los músicos, embufandados, tiritando de frío.
                  Jaime  Ceballos  castañeteó  los  dedos  y  giró  sobre  los  talones  como  un  bailarín  de
                  flamenco.
                      Sobre la mesa de patas de delfín, bajo los candiles de bronce, perdices enriquecidas
                  en salsa de tocino y vino rancio, merluzas envueltas en hojas de mostaza tarragonesa,
                  patos silvestres cubiertos por cáscaras de naranja, carpas franqueadas por huevecillos de
                  marisco,  bullinada  catalana  espesa  con  el  olor  de  aceituna,  coq-au-vin  inflamado
                  nadando  en  Macon,  palomas  rellenas  con  puré  de  alcachofa,  platones  de  esquinado
                  sobre masas de hielo, brochetas de langosta rosada en una espiral de limón rebanado,
                  champiñones  y  rajas  de  tomate,  jamón  de  Bayona,  estofados  de  res  rociados  de
                  Armagnac,  cuellos  de  oca  rellenos  de  paté  de  puerco,  puré  de  castaña  y  piel  de
                  manzanas fritas con nueces, salsas de cebolla y naranja, de ajo y pistache, de almendra y
                  caracoles: en los ojos del viejo, al abrirse la puerta labrada con cornucopias y angelillos
                  nalgones, policromada en un convento de Querétaro, brilló ese punto inaccesible: abrió
                  de par en par las puertas y emitió una risa seca, ronca, cada vez que un plato de Dresde
                  era  ofrecido  por  un  mozo  a  uno  de  los  cien  invitados,  unido  a  la  percusión  de  los
                  cubiertos sobre la vajilla azul; las copas de cristal se tendían hacia las botellas alargadas
                  por  la  servidumbre  y  él  ordenó  que  se  abrieran  las  cortinas  que  ocultaban  el  vitral
                  abierto sobre el jardín sombreado de cerezos, de ciruelos desnudos, frágiles, de limpias
                  estatuas  de  piedra  monacal:  leones,  ángeles,  frailes  emigrados  de  los  palacios  y
                  conventos del Virreinato; estalló la cohetería de luces, los grandes castillos de fuegos
                  fatuos disparados hacia el centro de la bóveda invernal, clara y lejana: anuncio blanco y
                  chisporroteante  cruzado  con  el  vuelo  rojo  de  un  abanico  serpenteado  de  amarillos:
                  surtidor  de  las  cicatrices  abiertas  de  la  noche,  monarcas  festivos  que  lucían  sus
                  medallones de oro sobre el paño negro de la noche, carrozas de luz en carrera hacia los
                  astros enlutados de la noche. Detrás de los labios cerrados, él rió esa risa gruñida. Los
                  platones vacíos eran repuestos con más aves, más mariscos, más carne sangrante. Los

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