Page 137 - La muerte de Artemio Cruz
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amarga, olía a melón, membrillo, fresa... —¿Eh?... —No... yo... —Sale un barco dentro
de diez días. Ya tomé pasaje... —Llega usted al final del banquete, amigo. Apresúrese a
recoger las migajas... —¿Tú no harías lo mismo, papa?... —... arriba durante cuarenta
años porque fuimos bautizados con la gloria de ésa... —Sí... —...pero ¿usted? ¿Cree que
eso se hereda? ¿Con qué cosa van a prolongar...? —Ahora hay ese frente. Creo que es el
único que queda... —Sí...—... ¿nuestro poder?... —Voy a irme... —Ustedes nos
enseñaron cómo... —¡Bah! llegó usted tarde, le digo... lo esperaba con alegría, esa
mañana... —Que traten de engañarlo los demás; yo nunca me he engañado; por eso
estoy aquí... cruzaron el río, a caballo... —... apresúrese... hártese... porque se lo está
llevando... le preguntó si irían juntos, hasta el mar... —A mí qué me importa... el mar
vigilado por el vuelo bajo de las gaviotas... —Me moriré y me dará risa... el mar que
sólo asomaba su lengua cansada sobre la playa... —... y me dará risa pensar... hacia las
olas que le estallaron alrededor de la cintura... —... mantener vivo un mundo para el que
no tienen tamaños... el viejo acercó la cabeza al oído de Ceballos... el mar que sabe a
cerveza amarga... —¿Quiere que le confiese una cosa?... el mar que huele a melón y
guayaba... pegó secamente con el dedo índice sobre la copa del joven... los pescadores
que arrastraban sus redes hacia la arena... —... el verdadero poder nace siempre de la
rebeldía... —¿Creer? No sé. Tú me trajiste aquí, me enseñaste todas estas cosas... —Y
usted... ustedes... Con los diez dedos abiertos, bajo el cielo encapotado, de cara al mar
abierto... —... y ustedes... ya no tienen lo que hace falta...
Volvió a mirar hacia el salón.
—Entonces —murmuró Jaime—, ¿puedo pasar a verlo... uno de estos días?
—Hable con Padilla. Buenas noches.
El reloj del salón sonó tres veces. El viejo suspiró y chicoteó las correas de los
perros adormecidos, que pararon las orejas y se incorporaron al tiempo que él,
apoyándose en los brazos del sillón, se levantaba con esfuerzo y la música cesaba.
Atravesó el salón entre los murmullos de gratitud y las cabezas ladeadas de los
invitados. Lilia se abrió paso,
—Con permiso...
y tomó el brazo rígido. Él con la cabeza levantada (Laura, Laura); ella con la mirada
baja y curiosa, recorrieron el paso abierto entre los invitados, entre las tallas suntuosas,
las taraceas opulentas, las molduras de yeso y oro, las cajoneras de hueso y carey, las
chapas y aldabas, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los olorosos escaños
de ayacahuite, las sillerías de coro, los copetes y faldones barrocos, los respaldos
combados, los travesaños torneados, los mascarones policromos, los tachones de
bronce, los cueros labrados, las patas cabriolas de garra y bola, las casullas de hilo de
plata, los sillones de damasco, los sofás de terciopelo, los cilindros y las ánforas, los
tableros biselados, los tapetes de merino, los óleos cuarteados, bajo los cristales de los
candiles, las vigas calurosas, hasta llegar al primer peldaño de la escalera. Entonces él
acarició la mano de Lilia y la mujer lo ayudó a subir, tomándolo del codo, agachándose
para sostenerlo mejor. Sonrió:
—¿No te cansaste mucho?
Él negó con la cabeza y volvió a acariciar la mano.
YO he despertado... otra vez... pero esta vez... sí... en este automóvil, en esta
carroza... no... no sé... corre sin hacer ruido... ésta no debe ser todavía la conciencia
verdadera... por más que abra los ojos no puedo distinguirlos... objetos, personas...
huevos blancos y luminosos que ruedan frente a mis ojos... pared de leche que me
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