Page 51 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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por la física moderna, por Aristóteles y Harvey, por las ideas de Platón y la linterna mágica de
Kircher... no hubiera prosperado en las universidades pedantes y temerosamente dogmáticas de la
Vieja España". Tampoco prosperó en México mucho tiempo. Después de los motines de 1692 la
vida intelectual se oscurece rápidamente. Sigüenza y Góngora abandona bruscamente sus aficiones
históricas y arqueológicas. Sor Juana renuncia a sus libros y muere poco después. La crisis social,
hace notar Vossler, coincide con la de los espíritus.
Pese al brillo de su vida, al patetismo de su muerte, y a la admirable geometría que preside sus
mejores creaciones poéticas, hay en la vida y en la obra de Sor Juana algo irrealizado y deshecho.
Se advierte la melancolía de un espíritu que no logró nunca hacerse perdonar su atrevimiento y su
condición de mujer. Ni su época le ofrecía los alimentos intelectuales que su avidez necesitaba, ni
ella pudo —¿y quién?— crearse un mundo de ideas con las que vivir a solas. Siempre fue muy viva
en ella la conciencia de su singularidad: "¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofía de
cocina?", pregunta con una sonrisa. Pero le duele la herida: "¿Quién no creerá, viendo tan generales
aplausos, que he navegado viento en popa sobre las palmas de las aclamaciones comunes?" Sor Jua-
na es una figura de soledad. Indecisa y sonriente se mueve entre dos luces, consciente de la dualidad
de su condición y de lo imposible de su empeño. Es muy frecuente escuchar reproches contra
hombres que han estado por debajo de su destino, ¿cómo no lamentarse por la suerte de una mujer
que estuvo por encima de su sociedad y de su cultura?
Su imagen es la de una solitaria melancólica que sonríe y calla. El silencio, dice ella misma en
alguna parte, está poblado de voces. ¿Y qué nos dice su silencio? Si en la obra de Sor Juana la
sociedad colonial se expresa y afirma, en su silencio esa misma sociedad se condena. La
experiencia de Sor Juana, que acaba en silencio y abdicación, completa así el examen del orden
colonial. Mundo abierto a la participación y, por lo tanto, orden cultural vivo, sí, pero
implacablemente cerrado a toda expresión personal, a toda aventura. Mundo cerrado al futuro. Para
ser nosotros mismos, tuvimos que romper con ese orden sin salida, aun a riesgo de quedarnos en la
orfandad. El siglo XIX será el siglo de la ruptura y, al mismo tiempo, el de la tentativa por crear
nuevos lazos con otra tradición, si más lejana, no menos universal que la que nos ofreció la Iglesia
católica: la del racionalismo europeo.
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