Page 54 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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prolongación del sistema feudal. La novedad de las nuevas naciones hispanoamericanas es
engañosa; en verdad se trata de sociedades en decadencia o en forzada inmovilidad, supervivencias
y fragmentos de un todo deshecho. El Imperio español se dividió en una multitud de Repúblicas por
obra de las oligarquías nativas, que en todos los casos favorecieron o impulsaron el proceso de de-
sintegración. No debe olvidarse, además, la influencia determinante de muchos de los caudillos
revolucionarios. Algunos, más afortunados en esto que los conquistadores, su contrafigura histórica,
lograron "alzarse con los reinos", como si se tratase de un botín medieval. La imagen del "dictador
hispanoamericano" aparece ya, en embrión, en la del "libertador". Así, las nuevas Repúblicas fueron
inventadas por necesidades políticas y militares del momento, no porque expresasen una real pecu-
liaridad histórica. Los "rasgos nacionales" se fueron formando más tarde; en muchos casos, no son
sino consecuencia de la prédica nacionalista de los gobiernos. Aún ahora, un siglo y medio después,
nadie puede explicar satisfactoriamente en qué consisten las diferencias "nacionales" entre
argentinos y uruguayos, peruanos y ecuatorianos, guatemaltecos y mexicanos. Nada tampoco —
excepto la persistencia de las oligarquías locales, sostenidas por el imperialismo norteamericano—
explica la existencia en Centroamérica y las Antillas de nueve repúblicas.
No es esto todo. Cada una de las nuevas naciones tuvo, al otro día de la Independencia, una
constitución más o menos (casi siempre menos que más) liberal y democrática. En Europa y en los
Estados Unidos esas leyes correspondían a una realidad histórica: eran la expresión del ascenso de
la burguesía, la consecuencia de la revolución industrial y de la destrucción del antiguo régimen. En
Hispanoamérica sólo servían para vestir a la moderna las supervivencias del sistema colonial. La
ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaba.
La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral ha sido
incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con
naturalidad. Durante más de cien años hemos sufrido regímenes de fuerza, al servicio de las
oligarquías feudales, pero que utilizan el lenguaje de la libertad. Esta situación se ha prolongado
hasta nuestros días. De ahí que la lucha contra la mentira oficial y constitucional sea el primer paso
de toda tentativa seria de reforma. Éste parece ser el sentido de los actuales movimientos latinoa-
mericanos, cuyo objetivo común consiste en realizar de una vez por todas la Independencia. O sea:
transformar nuestros países en sociedades realmente modernas y no en meras fachadas para
demagogos y turistas. En esta lucha nuestros pueblos no sólo se enfrentan a la vieja herencia
española (la Iglesia, el ejército y la oligarquía), sino al Dictador, al Jefe con la boca henchida de
fórmulas legales y patrióticas, ahora aliado a un poder muy distinto al viejo imperialismo hispano:
los grandes intereses del capitalismo extranjero.
Casi todo lo anterior es aplicable a México, con decisivas salvedades. En primer término, nuestra
revolución de Independencia jamás manifiesta las pretensiones de universalidad que son, a un
tiempo, la videncia y la ceguera de Bolívar. Además, los insurgentes vacilan entre la Independencia
(Morelos) y formas modernas de autonomía (Hidalgo).La guerra se inicia como una protesta contra
los abusos de la Metrópoli y de la alta burocracia española, sí, pero también y sobre todo contra los
grandes latifundistas nativos. No es la rebelión de la aristocracia local contra la Metrópoli, sino la
del pueblo contra la primera. De ahí que los revolucionarios hayan concedido mayor importancia a
determinadas reformas sociales que a la Independencia misma: Hidalgo decreta la abolición de la
esclavitud; Morelos, el reparto de los latifundios. La guerra de Independencia fue una guerra de
clases y no se comprenderá bien su carácter si se ignora que, a diferencia de lo ocurrido en
Suramérica, fue una revolución agraria en gestación. Por eso el Ejército (en el que servían "criollos"
como Iturbide), la Iglesia y los grandes propietarios se aliaron a la Corona española. Esas fuerzas
fueron las que derrotaron a Hidalgo, Morelos y Mina. Un poco más tarde, casi extinguido el mo-
vimiento insurgente, ocurre lo inesperado: en España los liberales toman el poder, transforman la
Monarquía absoluta en constitucional y amenazan los privilegios de la Iglesia y de la aristocracia.
Se opera entonces un brusco cambio de frente; ante este nuevo peligro exterior, el alto clero, los
grandes terratenientes, la burocracia y los militares criollos buscan la alianza con los restos de los
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