Page 10 - 14 ENRIQUE IV--WILLIAM SHAKESPEARE
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               William Shakespeare                    donde los libros son gratis

               humano, ni la cultura significa nada para él. Encuentra más placer en
               oír ladrar su perra favorita que en las más delicadas armonías. Un
               petimetre perfumado le excita hasta el punto de olvidarse de lo que
               debe al rey; se ríe del diablo y de los magos. No cree más que en el
               deleite supremo de los grandes golpes, la sangre a raudales, el recio
               golpear de las armaduras, el bélico relinchar de los caballos de guerra,
               el clarín que anuncia la batalla. La combatividad, ensanchándose
               hasta atrofiar, aniquilar todas las otras facultades, erigida en alma
               única que anima y dirige un cuerpo. Soberbia figura de guerrero como
               estatuario alguno concibió jamás.
                   También   combate  Douglas,  también  ama  las  empresas
               arriesgadas; lanza su caballo a la carrera por una pendiente abrupta,
               derriba en Shrewsbury cuanta imagen del rey encuentra a su paso;
               pero al fin de la batalla, todo perdido ya, tropieza con el brazo
               vigoroso de Enrique Monmouth y tan resueltamente como combatió,
               huye. Va a Escocia, en busca de su clan indomable, que le ayudará a
               proseguir la lucha. Para él la fuga es un ardid de guerra, no una
               deshonra. Hotspur toma su sitio delante de Enrique y cae.
                   Glendower, el brujo galense, encarna una tradición entera,
               leyenda sobrenatural en la que los hombres dominan a los elementos,
               reflejo fantástico de la Edad Media en sus albores, cuando millares de
               hombres morían en la hoguera convencidos de haber asistido al sabatt
               y de haberse entregado a amores bestiales y satánicos. Glendower cree
               que la tierra tembló a su nacimiento, está persuadido que puede evocar
               los espíritus del aire. «También puedo yo hacerlo, contesta Hotspur;
               pero, vendrán?» Ilustre guerrero, parecería que su gloria incomoda al
               ardoroso Percy y le sugiere la ironía de su persistente contradicción.
                   Dos mujeres cruzan esa acción que marcha implacable, lady
               Percy, dulce, enamorada de su héroe de ruda corteza, creciendo a su
               muerte como una leona y apostrofando al viejo Northumberland con la
               voz vibrante de su alma destrozada. Luego, la hija de Glendower, que
               uno ve en su mutismo, con sus ojos clavados en el que ama y cantando

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