Page 203 - 14 ENRIQUE IV--WILLIAM SHAKESPEARE
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               Enrique IV                             donde los libros son gratis

               CLARENCE.- Sus ojos se hunden y cambia mucho.
               WARWICK.- Menos ruido, menos ruido. (Entra el príncipe Enrique)
               PRÍNCIPE ENRIQUE.- Quién ha visto al duque de Clarence?
               CLARENCE.- Aquí estoy, hermano, agobiado de dolor.
               PRÍNCIPE ENRIQUE.- Cómo? Lluvia aquí dentro y no fuera? Cómo
               va el rey?
               HUMPHREY.- Excesivamente mal.
               PRÍNCIPE ENRIQUE.- Conoce ya las buenas noticias? Decídselas.
               HUMPHREY.- Es al saberlas que se ha agravado.
               PRÍNCIPE ENRIQUE.- Si está enfermo de alegría, sanará sin médico.
               WARWICK.- No tanto ruido, milords; mi buen príncipe, hablad más
               bajo. El rey vuestro padre se dispone a dormir.
               CLARENCE.- Retirémonos a la otra cámara.
               WARWICK.- Vuestra Gracia se dignará venir con nosotros?
               PRÍNCIPE ENRIQUE.- No; me sentaré aquí y velaré al rey.
                   (Salen todos, menos el rey Enrique)
                   Porqué la corona reposa allí sobre su almohada, esa inquieta
               compañera de lecho? O espléndida perturbación! Dorada ansiedad,
               que tienes las puertas del sueño de par en par abiertas a tantas noches
               agitadas! Duerme con ella ahora! Pero no tan profundamente, no con
               tanta intensa dulzura como aquel que, con la frente ceñida por un
               tosco gorro, ronca la noche entera! Oh majestad! Cuánto oprimes a
               aquel que te lleva; lo haces como una rica armadura que, en el calor
               del día, abrasa protegiendo. A las puertas de su aliento, reposa una
               suave pluma, que no se agita; si respirara, ese blando e imponderable
               vello se movería. Mi buen lord! Mi padre! Este sueño es profundo en
               verdad; es el sueño que ha hecho divorciar a tantos reyes ingleses con
               esta diadema de oro. Lo que te debo son lágrimas, son las hondas
               aflicciones de la sangre, que la naturaleza, el amor y la ternura filial,
               te pagarán, padre querido, ampliamente. Lo que me debes, tú, es esta
               imperial corona que, como inmediato a tu rango y a tu sangre, me
               viene por sí misma. Hela aquí puesta:  (coloca la corona sobre su

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