Page 55 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Cuando me desperté, la ventana estaba abierta, y él miraba hacia las
montañas que se veían allá fuera. Me quedé unos minutos sin decir nada, pre-
parada para cerrar los ojos si él volvía la cabeza.
Como si percibiese lo que yo estaba pensando, dio media vuelta y me
miró a los ojos.
— Buenos días —dijo.
— Buenos días. Cierra la ventana, está entrando mucho frío.
La Otra había aparecido sin previo aviso. Todavía trataba de cambiar la
dirección del viento, descubrir defectos, decir que no, que no era posible. Pero
sabía que era tarde.
— Tengo que cambiarme de ropa —dije.
— Te espero abajo —respondió él.
Entonces me levanté, alejé a la Otra del pensamiento, abrí de nuevo la
ventana y dejé entrar el sol. El sol que todo lo inundaba: las montañas cubier-
tas de nieve, el suelo cubierto de hojas secas, el río que no veía pero que oía.
El sol me dio en los senos, me iluminó el cuerpo desnudo, y yo no sentía
frío porque un calor me consumía, el calor de una chispa que se transforma en
llama, de una llama que se transforma en hoguera, de una hoguera que se
transforma en incendio imposible de controlar. Yo sabía.
Y quería.
Sabía que a partir de ese momento iría a conocer los cielos y los infier-
nos, la alegría y el dolor, el sueño y la desesperación, y que ya no podría con-
tener nunca más los vientos que soplaban desde los rincones escondidos de mi
alma. Sabía que a partir de aquella mañana me guiaba el amor, aunque ese
amor hubiese estado presente desde la infancia, desde que lo había visto por
primera vez. Porque nunca lo había olvidado, aunque me hubiese considerado
indigna de luchar por él. Era un amor difícil, con fronteras que yo no quería cru-
zar.
Recordé la plaza de Soria, el momento en que le pedí que buscase la
medalla que había perdido. Yo sabía…, sí, yo sabía lo que me iba a decir, y no
quería escucharlo, porque era como otros muchachos que un buen día se mar-
chan en busca de dinero, aventuras o sueños. Yo necesitaba un amor posible,
mi corazón y mi cuerpo estaban todavía vírgenes, y un príncipe encantado me
vendría a buscar.
En aquella época poco entendía de amor. Cuando le vi en la conferen-
cia, y acepté la invitación, me pareció que la mujer madura podía dominar el
corazón de la niña que tanto había luchado para encontrar a su príncipe encan-
tado. Entonces él habló de la criatura que siempre llevamos dentro, y volví a oír
la voz de la niña que fui, de la princesa que tenía miedo de amar y perder.

