Page 57 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Anduvimos horas seguidas en ayunas, caminamos por la nieve y por la
carretera, tomamos café por la mañana en una aldea de la que nunca sabré el
nombre, sólo que tiene una fuente, y en esa fuente una escultura de una ser-
piente y una paloma mezcladas en un único animal.
Él sonrió al ver eso.
— Es una señal. Masculino y femenino unidos en la misma figura.
— Nunca había pensado en lo que me contaste ayer —comenté—. Aho-
ra me parece lógico.
— «Hombre y mujer los creó Dios» —dijo, repitiendo una frase del Gé-
nesis—. Porque eso era a su imagen y semejanza: hombre y mujer.
Vi que sus ojos tenían otro brillo. Estaba feliz, y se reía de cualquier ton-
tería. Entablaba conversaciones con las pocas personas que encontraba en el
camino: labradores de ropa grisácea que iban al trabajo, montañeros de ropas
coloridas que se preparaban para escalar algún pico.
Yo me quedaba quieta, porque mi francés era pésimo; pero mi alma se
alegraba de verlo así.
Su felicidad era tanta que todos sonreían cuando conversaban con él.
Quizá su corazón le había dicho algo, y ahora sabía que yo lo amaba, aunque
todavía me comportase como una vieja amiga de la infancia.
— Pareces más contento —le dije en cierto momento.
— Porque siempre soñé con estar aquí contigo, andando por estas mon-
tañas y recogiendo las doradas manzanas del sol.
«Las doradas manzanas del sol.» Un verso que alguien escribió hace
mucho tiempo y que ahora él repetía, en el momento justo.
— Existe otro motivo para tu alegría —comenté, mientras volvíamos de
aquella aldea con una fuente exquisita.
— ¿Cuál?
— Tú sabes que estoy contenta. Tú eres responsable de que yo esté
aquí hoy, subiendo a montañas de verdad, lejos de las montañas de cuadernos
y de libros. Me estás haciendo feliz. Y la felicidad es algo que se multiplica
cuando se divide.
— ¿Hiciste el ejercicio del Otro?
— Sí. ¿Cómo lo sabes?
— Porque tú también has cambiado. Y porque siempre aprendemos ese
ejercicio en el momento indicado.
La otra me siguió durante toda aquella mañana. Trataba de acercarse de
nuevo. Pero a cada minuto su voz se volvía más débil, y su imagen comenzaba
a disolverse. Me recordaba los finales de las películas de vampiros, en los que
el monstruo se transforma en polvo.

