Page 61 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Otra vez pasos en la iglesia.
Se acercó un hombre y se quedó mirándonos. Después fue hasta el altar
central y retiró los dos candelabros. Debía de ser alguien encargado de cuidar
la iglesia.
Me acordé del vigilante de la otra capilla, el que no nos quería dejar en-
trar. Pero esta vez el hombre no nos dijo nada.
— Esta noche tengo un encuentro —dijo él, después de que saliera el
hombre.
— Por favor, sigue con lo que estabas contando. No cambies de tema.
— Entré en un seminario cerca de aquí. Durante cuatro años estudié to-
do lo que pude. En ese período entré en contacto con los Esclarecidos, los Ca-
rismáticos, las diversas corrientes que intentaban abrir puertas cerradas desde
hace mucho tiempo. Descubrí que Dios ya no era el justiciero cruel que me
asustaba en la infancia. Había un movimiento de retorno a la inocencia original
del cristianismo.
— O sea que después de dos mil años entendieron que era necesario
dejar que Jesús participara en la Iglesia —dije con cierta ironía.
— Puedes bromear, pero es exactamente eso. Comencé a aprender con
uno de los superiores del monasterio. Él me enseñaba que era necesario acep-
tar el fuego de la revelación, el Espíritu Santo.
El corazón se me encogía a medida que oía es palabras. La Virgen se-
guía sonriendo, y el niño Jesús tenia una expresión alegre. Yo también había
creído en eso en una época…, pero el tiempo, la edad y la sensación de que
era una persona más lógica y más práctica habían terminado por apartarme de
la religión. Pensé cuánto me gustaría recuperar aquella fe infantil, que me
había acompañado durante tantos años y me había hecho creer en ángeles y
milagros. Pero resultaba imposible traerla de vuelta mediante apenas un acto
de voluntad.
— El superior me decía que si yo creyese que sabía, terminaría sabien-
do—continuó—. Empecé a conversar cuando estaba solo en mi celda. Recé
para que el Espíritu Santo se manifestase y me enseñase todo lo que necesita-
ba saber. Poco a poco fui descubriendo que, a medida que hablaba solo, una
voz más sabia decía las cosas por mí.
— A mí me pasa lo mismo——dije, interrumpiéndolo.
Él esperó a que continuase. Pero yo no conseguía decir nada más.
— Te escucho —dijo.
Algo me había trabado la lengua. Él decía cosas bellas, y yo no podía
expresarme con las mismas palabras.
— La Otra está tratando de volver—dijo, como si hubiese adivinado mi
pensamiento—. La Otra tiene miedo de decir tonterías.

