Page 62 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
P. 62

— Sí —respondí, haciendo todo lo posible por vencer el miedo—. Mu-
                  chas veces, cuando converso con alguien y me entusiasmo con algún tema,
                  termino diciendo cosas que nunca había pensado. Es como si canalizara una
                  inteligencia que no es mía, y que entiende de la vida mucho más que yo.
                         »Pero eso es raro. Generalmente, en  cualquier conversación, prefiero
                  quedarme escuchando. Creo que estoy aprendiendo algo nuevo, aunque siem-
                  pre termine olvidándome de todo.
                         — Nosotros somos nuestra gran sorpresa —dijo él—. La fe del tamaño
                  de un grano de mostaza nos haría mover esas montañas. Es eso lo que apren-
                  dí. Y hoy me sorprendo cuando escucho con respeto mis propias palabras.
                         »Los apóstoles eran pescadores, analfabetos, ignorantes. Pero acepta-
                  ron la llama que bajaba del cielo. No tuvieron vergüenza de la propia ignoran-
                  cia; tuvieron fe en el Espíritu Santo.
                         »Ese don es de quien quiere aceptarlo. Basta con creer, aceptar, y no
                  tener miedo de cometer algunos errores.




                         La Virgen sonreía delante de mí. Tenía todos los motivos para llorar, y
                  sin embargo sonreía.

                         — Sigue con lo que estabas contando —dije.
                         — Es eso—respondió él—. Aceptar el don. Entonces el don se manifies-
                  ta.
                         — La cosa no funciona así.

                         — ¿No me entiendes?
                         — Entiendo. Pero soy como todas las demás personas: tengo miedo.
                  Creo que esto funciona para ti, o para el vecino de al lado, pero nunca funcio-
                  nará para mí.
                         — Un día eso cambiará. Cuando entiendas que somos como esa criatu-
                  ra que tenemos delante, mirándonos.
                         — Pero hasta ese momento creeremos que hemos llegado cerca de la
                  luz pero que no hemos conseguido, encender nuestra propia llama.

                         Él no respondió.
                         — No has terminado la historia del seminario—dije, después de un rato.
                         — Continúo en el seminario.

                         Y antes de que yo pudiese reaccionar, se levantó y caminó hacia el cen-
                  tro de la iglesia.



                         Yo no me moví. La cabeza me daba vueltas, y no entendía qué estaba
                  pasando. ¡En el seminario!
   57   58   59   60   61   62   63   64   65   66   67