Page 82 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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«Muy bien —dijo la Otra—. Estás volviendo a ser la que eras. No te pon-
                  gas triste, porque un día encontrarás  a un hombre. Alguien a quien puedas
                  amar sin riesgos.»

                         Fui a buscar las ropas que había puesto en el radiador. Estaban secas.
                  Necesitaba saber en cuál de aquellos pueblos había un banco, llamar por telé-
                  fono, tomar medidas. Mientras pensase en eso, no tendría tiempo para llorar ni
                  para sentir añoranza.
                         Fue entonces cuando vi el papel:

                         «He ido al seminario. Arregla tus cosas (¡ja!, ¡ja! ¡ja!), pues viajamos esta
                  noche a España. Volveré al atardecer.»
                         Y se despedía con estas palabras: «Te amo.»

                         Apreté el papel contra el pecho, y me sentí miserable y aliviada al mismo
                  tiempo. Noté que la Otra se encogía, sorprendida del descubrimiento.

                         Yo también lo amaba. A cada minuto, a cada segundo, ese amor crecía
                  y me transformaba. Volvía a tener fe en el futuro y volvía —poco a poco— a
                  tener fe en Dios.

                         Todo por causa del amor.
                         «No quiero volver a conversar con mis propias tinieblas —me prometí,
                  cerrándole definitivamente la puerta a la Otra—. Una caída de la tercera planta
                  hiere tanto como una caída de la centésima planta. »
                         Si tenía que caer, que fuera de lugares bien altos.
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