Page 85 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Me quedé parada delante de la casa, sin saber qué hacer. La bruma lo
                  cubría todo, y yo tenía la sensación de estar en un sueño gris, donde aparecen
                  figuras extrañas que nos llevan a sitios todavía más extraños.
                         Mis dedos palpaban nerviosamente la llave.

                         Con toda aquella niebla, sería imposible ver las montañas desde la ven-
                  tana. La casa estaría oscura, sin el sol en las cortinas. La casa estaría triste sin
                  la presencia de él a mi lado.

                         Miré el reloj. Nueve de la mañana.
                         Necesitaba hacer alguna cosa, algo que me ayudase a pasar el tiempo,
                  a esperar.
                         Esperar. Ésa fue la primera lección que aprendí sobre el amor. El día se
                  arrastra, haces miles de planes, imaginas todas las conversaciones posibles,
                  prometes cambiar tu comportamiento… y te vas poniendo ansiosa y ansiosa,
                  hasta que llega tu amado.

                         Entonces ya no sabes qué decir. Esas horas de espera se han transfor-
                  mado en tensión, la tensión en miedo, y el miedo hace que nos dé vergüenza
                  mostrar nuestro afecto.

                         «No sé si debo entrar.» Recordé la conversación del día anterior: aquella
                  casa era el símbolo de un sueño.
                         Pero yo no podía quedarme allí parada todo el día. Me armé de valor,
                  saqué la llave del bolsillo y caminé hacia la puerta.
                         — ¡Pilar!

                         La voz, con un fuerte acento francés, venía de la neblina. Me quedé más
                  sorprendida que asustada. Podía ser  el dueño de la casa donde teníamos
                  alquilada la habitación, pero no me acordaba de haber dicho mi nombre.

                         — ¡Pilar! —repitió, esta vez más cerca.
                         Miré hacia la plaza, cubierta de niebla. Se acercaba un bulto, caminando
                  rápido. La pesadilla de las neblinas con sus figuras extrañas se estaba trans-
                  formando en realidad.
                         — Espere —dijo el hombre—. Quiero hablar con usted.
                         Cuando estuvo cerca, vi que era un cura. Su figura parecía una de esas
                  caricaturas de curas de provincias: bajo, un poco gordo, algunas hebras de ca-
                  bello blanco desparramadas por la cabeza casi calva.
                         — Hola —dijo, tendiendo la mano y mostrando una ancha sonrisa.

                         Atónita, respondí a su saludo.
                         — Es una pena que la niebla lo esté cubriendo todo —dijo, mirando
                  hacia la casa—. Saint-Savin está en una montaña, y la vista desde esta casa
                  es magnífica. Desde las ventanas se divisa el valle allá abajo, y los picos hela-
                  dos allá arriba. Usted ya debe de saberlo.
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