Page 87 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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«No está en el monasterio. Y sé dónde puedo encontrarlo.»
Las palabras del padre me devolvieron un poco de valor y de alegría por
lo menos no se había ido.
Pero el padre había dejado de sonreír.
— No se alegre —prosiguió, leyéndome de nuevo los pensamientos—.
Le hubiera convenido regresar a España.
El padre se levantó y me pidió que lo acompañase. Sólo podíamos ver
algunos metros por delante, pero parecía que él sabía adónde iba. Salimos de
Saint-Savin por el mismo camino en el que dos noches antes —¿o serían cinco
años antes? —había escuchado la historia de Bernadette.
— ¿Adónde vamos? —pregunté.
— Vamos a buscarlo —respondió el padre.
— Padre, me deja confusa —dije, cuando nos pusimos en marcha—.
Parece que se puso triste cuando le dije que él no estaba.
— ¿Qué sabe de la vida religiosa, hija?
— Muy poco. Que los curas hacen voto de pobreza, de castidad y de
obediencia.
Pensé si debía continuar o no, pero decidí seguir adelante.
— Y que juzgan los pecados de los demás, aunque ellos cometan esos
mismos pecados. Que creen saberlo todo sobre el matrimonio y el amor, pero
nunca se han casado. Que nos amenazan con el fuego del infierno por peca-
dos que también ellos cometen.
»Y nos muestran a Dios como un ser vengador, que culpa al hombre de
la muerte de su único Hijo.
El padre se rió.
— Usted tuvo una excelente educación católica —dijo—. Pero no le pre-
gunto sobre el catolicismo. Le pregunto sobre la vida espiritual.
Me quedé sin respuesta.
— No estoy segura —dije al fin—. Son personas que lo dejan todo y par-
ten en busca de Dios.
— ¿Y lo encuentran?
— Usted sabe esa respuesta. Yo no tengo ni idea.
El padre se dio cuenta de que yo jadeaba y redujo el paso.
— Ha dado una definición errónea —empezó—. Quien parte en busca
de Dios pierde su tiempo. Puede recorrer muchos caminos, afiliarse a muchas
religiones y sectas, pero de esa manera jamás Lo encontrará.

