Page 86 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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En seguida deduje quién era: el superior del convento.
                         — ¿Qué hace usted aquí? —pregunté—. ¿Y cómo sabe mi nombre?

                         — ¿Quiere entrar? —dijo, cambiando de tema.
                         — No. Quiero que conteste a lo que le he preguntado.

                         Se frotó las manos para calentarlas un poco y se sentó en el umbral de
                  la puerta. Yo me senté a su lado. La neblina era cada vez más espesa, y había
                  ocultado la iglesia, que no estaba a más de veinte metros de nosotros.

                         Todo lo que conseguíamos ver era la fuente. Recordé las palabras de la
                  mujer.

                         — Ella está presente —dije.
                         — ¿Quién?

                         — La Diosa —respondí—. Ella es esta bruma.
                         — ¡Entonces él conversó con usted sobre esto! —Se rió—. Bien, prefiero
                  llamarla Virgen María. Estoy más acostumbrado.
                         — ¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo sabe mi nombre? —repetí.

                         — Vine porque quería verles. Alguien que estaba en el grupo carismático
                  ayer por la noche me contó que ustedes se hospedaban en Saint-Savin. Y ésta
                  es una ciudad muy pequeña.

                         — Él ha ido al seminario.
                         El padre dejó de sonreír y movió la cabeza a un lado y a otro.

                         — Qué pena —dijo, como si hablase para sí.
                         — ¿Pena porque fue a visitar el seminario?

                         — No, él no está en el seminario. Vengo de allí.
                         Se quedó callado unos minutos. Recordé de nuevo la sensación que tu-
                  ve al despertar: el dinero, las precauciones, la llamada telefónica a mis padres,
                  el billete. Pero había hecho un juramento, y mantendría mi palabra.
                         A mi lado estaba un cura. De niña me habían acostumbrado a contárselo
                  todo a los curas.
                         — Estoy exhausta —dije, rompiendo el silencio—. Hace menos de una
                  semana sabía quién era y qué quería de la vida. Ahora parece que haya entra-
                  do en una tempestad que me arrastra de un lado para otro sin que yo pueda
                  hacer nada.
                         — Resista —dijo el padre—. Es importante.

                         Me sorprendió el comentario.
                         — No se asuste —prosiguió, como si adivinase mi pensamiento—. Sé
                  que la Iglesia necesita nuevos sacerdotes, y él sería un padre excelente. Pero
                  el precio que tendrá que pagar será muy alto.
                         — ¿Dónde está? ¿Me dejó aquí y se marchó a España?
                         — ¿A España? Él no tiene nada que hacer en España —dijo el padre—.
                  Su casa es el monasterio, que está a pocos kilómetros de aquí.
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