Page 46 - 13 EL MERCADER DE VENECIA--WILLIAM SHAKESPEARE
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LORENZO.-  ¡Qué fácil es a todos los imbéciles jugar con las
                             palabras! Creo que el más gracioso ornamento del espíritu será muy
                             pronto el silencio, y que la palabra no será un mérito más que para
                             los loros. Vamos, truhán, entra en casa y diles que hagan sus
                             preparativos para la cena.
                             LAUNCELOT.-  Los han hecho, señor; pues todos tienen estómago.
                             LORENZO.-  ¡Dios bondadoso! ¡Qué hábil atrapador sois de equívocos!
                             Vamos, id y decidles que preparen la cena.
                             LAUNCELOT.-  También está, señor. Ahora es el cubierto, y no la
                             cena, la palabra propia.
                             LORENZO.-  ¡Vaya, bien! Sea, señor. Ve por el cubierto.
                             LAUNCELOT.-  ¿Cubierto? ¡Oh!, no, señor, de ningún modo; conozco mi
                             deber.
                             LORENZO.-  ¡Siempre con escaramuzas a cada palabra que pasa!
                             ¿Quieres mostrar de una sola vez toda la riqueza de tu talento? Ten
                             la bondad, te lo ruego, de comprender a un hombre sensato, que habla
                             en términos sensatos; ve a buscar a tus camaradas, diles que cubran
                             la mesa, que sirvan los platos y que vamos a ir a cenar.
                             LAUNCELOT.-  Es la mesa, señor, la que será servida, y son los
                             platos los que serán cubiertos; en cuanto a vuestra venida para la
                             cena, señor, será como decidan vuestro capricho y vuestra fantasía.
                             (Salen.)
                             LORENZO.-  ¡Oh, caro sentido común! ¡Bonitos maridajes de palabras!
                             ¡El idiota ha alineado en su memoria todo un ejército de buenos
                             vocablos, y conozco numerosos imbéciles de alta jerarquía que están
                             repletos de las mismas necedades que él y que por el placer de
                             lanzar una palabra divertida llegan a desconcertar toda una
                             conversación. Muy bien, Jessica, ¿cómo va eso? Ahora, prenda mía,
                             dime tu opinión sobre la mujer del señor Bassanio. ¿La quieres
                 mucho?
                             JESSICA.-  Más allá de toda expresión. Será muy justo que el señor
                             Bassanio lleve una vida ejemplar, pues teniendo en su mujer tal
                             bendición, hallará aquí en la tierra las alegrías del cielo; si no
                             encuentra esas alegrías en la tierra, le será verdaderamente muy
                             inútil ir a buscarlas al paraíso. Sí, si los dioses hiciesen alguna
                             apuesta en la que el envite fuesen dos mujeres terrestres y Porcia
                             una de las dos, seria menester empeñar alguna otra cosa del lado de
                             la segunda, pues en nuestro pobre y grosero mundo no halla
                 semejante.
                             LORENZO.-  Tienes en mí como marido lo que ella es como mujer.
                             JESSICA.-  Ciertamente. Pedidme también mi opinión sobre eso.
                             LORENZO.-  Es lo que haré más tarde. Vamos primero a cenar.
                             JESSICA.-  No, dejadme alabaros mientras sienta de ello apetito.
                             LORENZO.-  No; reserva tus alabanzas para la sobremesa; lo que digas
                             entonces lo digeriré con lo demás.
                             JESSICA.-  Muy bien; os haré de ello un buen plato. (Salen.)
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