Page 79 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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acto podrá ser contrario a Dios, en quien esencia y existencia, acto y potencia, se resuelven en unidad? La
respuesta, como entre los griegos, es paradójica. Cuando Segismundo obedece a su voz interior, se convierte
en prisionero de las estrellas, es decir, de su naturaleza selvática. Afirmar su naturaleza implica así no ser
más, sino ser menos y, literalmente, perder el ser, perderse. Pero apenas se niega a sí mismo y pone freno a su
ser y se salva. La verdadera libertad se ejerce sometiéndonos a Dios. Esta negación es también una
afirmación y se parece al «Sí» con que Edipo y Antígona contestan al Destino. Hay, sin embargo, una
diferencia capital: la libertad de los héroes españoles consiste en decirle «No» a la naturaleza humana; la
afirmación del Destino, en cambio, es también una afirmación del ser trágico del hombre. Aunque el misterio
de la libertad como dádiva de Dios es tan impenetrable como el del Destino que sólo se cumple en la libertad
del héroe, sus consecuencias son distintas. En el «Sí» del griego, el hombre se sobrepasa, estira la cuerda del
arco de su voluntad hasta su límite extremo y así participa en el concierto cósmico. Nuestro teatro proclama
la nadería del hombre; el griego, su condición heroica. La libertad de Segismundo no es la justicia cósmica
cumpliéndose como acto de conciencia sino la Providencia reflejándose a sí misma. El hombre no es un nudo
de fuerzas contrarias sino un escenario ocupado por dos actores: Dios y el Diablo. Libertad vencedora de los
astros, como dicen los hermosos versos de Calderón, mas también libertad que consiste en negar a aquel que
la ejercita. El héroe, en el sentido griego, desaparece. No hay tragedia sino auto sacramental o drama sacro.
La doctrina del libre albedrío y la de la predestinación son un laberinto teológico a cuya salida nos esperan la
nada o el ser. Esto lo sintieron, con alma y cuerpo, nuestros autores y su público. En ningún teatro —salvo en
el griego y en el No japonés— hay relámpagos metafísicos tan vivos. La brevedad de su esplendor no nos
impide vislumbrar lo que llaman los abismos del ser. El tema central del teatro teológico español es, como en
el griego, el sacrilegio. Pero, no sin razón, la crítica ha señalado que nuestros autores no sobresalen en la
creación de caracteres. Todo teatro de ideas ofrece la misma debilidad; y quizá el genio de los poetas
españoles consiste, precisamente, en que hayan logrado crear con temas tan abstractos caracteres humanos y
no meros fantoches. Caracteres, tipos, seres de sangre y fuego cuyo arrebatado transcurrir por la escena corre
siempre parejas con el viento y la centella, pero no héroes en el sentido de Edipo y Prometeo, Orestes y
Antígona. Dios ha deshabitado al hombre. La vida es un sueño y los hombres los fantasmas de ese sueño.
Lisarda, la protagonista central de El esclavo del demonio, es uno de esos temperamentos femeninos que
abundan en el teatro isabelino y que Sade redescubriría y llevaría hasta extremos atroces, pero que son
excepcionales dentro de nuestra tradición dramática. Poseída por su genio temible y hermoso como una
catástrofe en la que el fuego fuese el actor principal, concibe el proyecto de matar a su padre y a su hermana.
Una vez frente a sus víctimas, la gracia —esa gracia enigmática que en vano buscan otros— desciende y
detiene el brazo homicida. SL|se compara este episodio con la actitud de los hermanos incestuosos en Tis a
Pitty She's a Wbore, puede medirse todo lo que separa al teatro español del inglés. Mira de Amescua se sirve
de Lisarda para probar su tesis, y las pasiones de su heroína tienen una resonancia teológica. Los
protagonistas de John Ford son una realidad que irrumpe, y la matanza con que termina su drama es algo así
como el final estallido de un volcán. A la inversa de Mira de Amescua, el poeta inglés concibe la pasión
como algo sagrado. Nada más revelador de esta consagración de la naturaleza como una fuerza divina que las
palabras de Giovanni ante los consejos de su confesor y padre espiritual:
Shall a peevisb sound, A customary form, from man to man, Ofbrother and ofsister, be a bar 'Twixt my
perpetual bappiness and me? Say tbat we bad one fatber; say one womb—Curse to my joysf— gave botb us
Ufe and birth; Are We not tberefore eacb to other bound So much the more by nature? by the links OfBlood,
ofreason? nay, ifyou will have% Even of religion, to be ever one, One SOHI, one flesh, one love, one beart,
one allf
El lugar que ocupan Dios y el libre albedrío en el teatro español, la libertad y el Destino en el griego, lo tiene
en el inglés la naturaleza humana. Mas el carácter sagrado de la naturaleza no proviene de Dios ni de la
legalidad cósmica, sino de ser una fuerza que se ha rebelado contra esos antiguos poderes. Tamerlán,
Macbeth, Fausto y el mismo Hamlet pertenecen a una raza blasfema, que no tiene más ley que sus pasiones y
deseos. Y esa ley es terrible porque es la de una naturaleza que ha abandonado a Dios y se ha consagrado y
ungido a sí misma. Los isabelinos acaban de descubrir al hombre. La marea de sus pasiones arroja a Dios de
la escena. A semejanza del Destino de los antiguos y del Dios de los españoles, la naturaleza es una divinidad
ambigua:
O, nature! What hadst thou to do in hell When thou didst bower the spirit offend In mortal paradise ofsnch
sweet flesh?

