Page 78 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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la pena señalar que en todos ellos resplandece el célebre «Del rey abajo, ninguno», frase en la que puede
        condensarse la concepción política de la España medieval. Y aun el culto al monarca continúa la tradición del
        Cid: «Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!». El mejor ejemplo de esta actitud es La estrella de
        Sevilla, hermoso fresco en el que don Busto Talavera prolonga la figura del hidalgo tal como lo había
        imaginado la poesía épica. Todo hombre está atado por una doble fidelidad: a su señor y a su honra. Cuando
        esta pareja de fidelidades se vuelve incompatible, brota el drama. Así, nuestro teatro es rico en conflictos
        violentos y sus héroes se revuelven con fiereza dentro de los inexorables límites del honor y la fidelidad al
        monarca. El choque de caracteres, el arrebato de las pasiones y el estrago que causa en las almas la tiranía de
        las normas inflexibles de la honra, producen situaciones extremas en las que el hombre parece tocar sus
        últimas posibilidades. Sin embargo, en todas esas obras echamos de menos la valentía de las preguntas sobre
        el destino y el misterio de la condición humana que se hacen los héroes griegos. A diferencia de griegos e
        ingleses, los poetas dramáticos españoles poseen un repertorio de respuestas hechas, aplicables a todas las
        situaciones humanas. Hay ciertas preguntas —aquellas, precisamente, que se refieren al hombre y a su puesto
        en el cosmos— que nuestros poetas no se hacían o para las que tenían ya listas las contestaciones que da la
        teología católica.
        Lo mismo debe decirse de la comedia: es de enredo o es crítica de costumbres, nunca comedia política como
        en Aristófanes o sátira social como en Ben Jonson. La verdadera comedia española es una suerte de ballet
        poético, en el que la velocidad de la acción, lo intrincado de las situaciones y el donaire del diálogo hacen del
        espectáculo una deslumbrante función de juegos de artificio. Pero hay una porción del teatro español —sin
        duda la más original y, al mismo tiempo, la más universal— que tiene por tema central la libertad del hombre
        y la gracia de Dios. En obras como La vida es sueño, El mágico prodigioso o El condenado por desconfiado,
        el teatro español funde una concepción dramática nacional con la defensa e ilustración de la doctrina católica
        del libre albedrío. Y aquí debe decirse que nuestro teatro es el único en Occidente que merece realmente el
        adjetivo de filosófico, al menos hasta Goethe. Frente a Calderón, el pensamiento de Racine o el de
        Shakespeare es mero balbuceo. Mas lo sorprendente no es la riqueza del pensamiento filosófico de Calderón
        o Mira de Amescua —pues entonces sólo serían apreciados como filósofos— sino que lograsen trasmutar
        todos esos conceptos en imágenes poéticas y en acción dramática. No menos asombrosa era la pasión con que
        los espectadores seguían aquellas largas tiradas barrocas sobre la libertad, la gracia y el pecado. Como en
        Atenas, en los corrales españoles se creaba esa comunidad entre poetas y público sin la cual no es posible la
        existencia de un gran teatro. Aquel público no estaba muy versado en «la exacta comprensión de las leyes
        naturales y en las ciencias basadas en el cálculo» —dice Menéndez y Pelayo—, pero en cambio «nutría su
        entendimiento y apacentaba su fantasía en la teología dogmática y en la filosofía, que no eran patrimonio de
        gente curtida en las aulas sino alimento cotidiano del vulgo...». Para el espectador moderno el lenguaje de
        Calderón o Tirso de Molina resulta ininteligible. Y no sólo porque nuestro español es pobrísimo: la escasez
        de palabras es hija de la penuria intelectual. El lugar que ocupaban aquellas ideas sobre la gracia y el libre
        albedrío, la predestinación, el amor y la fe lo ocupan ahora vagas nocibles de orden periodístico, extraídas de
        los manuales de divulgación científica.
        El tema central de nuestra poesía dramática es*, el destino del alma; en esto radica su grandeza y lo que la
        hace comparable a la tragedia griega. Sólo que para Esquilo o Eurípides se trata de un problema que no tenía
        más respuesta que aquella que el poeta lograse darle, mientras que nuestros dramaturgos se sirven de un
        dogma que no admite enmienda. Aplican recetas, adoctrinan, discuten, prueban y ganan con brillo sus tesis.
        Su arte merecería el calificativo de «teatro de propaganda», si no fuera porque sus autores nunca
        confundieron la convicción intelectual con el bajo proselitismo de nuestra época. Ninguno de ellos rebajó sus
        concepciones hasta transformarlas en fórmulas mágicas, ni tampoco las simplificó para «ponerlas al alcance
        de las masas». Lope, que no se avergonzaba de escribir para el vulgo, habría enrojecido el escuchar a los
        poetas que ahora hablan para el pueblo. La propaganda comercial todavía no era el modelo retórico
        predilecto de políticos y escritores al «servicio de la humanidad». Nuestros poetas se dirigían a sus
        semejantes, esto es, a seres dotados de razón y dueños de albedrío. Su mismo catolicismo les impedía
        considerarlos como instrumentos o cosas. En cambio, el principio que rige la propaganda —y que sus
        beneficiarios han tomado de los métodos comerciales de la burguesía— hace caso omiso de razón y libertad:
        el hombre es un complejo de reacciones que hay que estimular o neutralizar, según las circunstancias.
        Para nuestros grandes autores la libertad es una gracia de Dios. Postulan así un misterio terrible y no sin
        analogías con el conflicto de la tragedia griega. Ellos también se mueven entre dos términos incompatibles:
        ¿si existe una Providencia, cómo puede ser libre el hombre?; y, por otra parte, ¿cuál puede ser el sentido de la
        libertad humana, si no está referida a Dios? La libertad es lo que distingue al hombre de los brutos, de modo
        que su esencia es el libre albedrío; pues bien, si el acto libre lleva al hombre a realizar su esencia, ¿cómo ese
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