Page 80 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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La queja de la joven Julieta la pueden repetir la duquesa de Malfi y el viejo Lear, pero no Antígona ni
Agamenón. La ambigüedad del hombre y su naturaleza es de orden distinto a la de las divinidades antiguas.
A Segismundo y a Edipo no los engañan hombre o mujer alguno, sino los dioses. De ahí que su queja posea
una resonancia sobrehumana. Los héroes de Shakespeare y Webster están solos, en el sentido mis radical de
la palabra, porque sus gritos se pierden en el vacío: Dios y el Destino han deshabitado sus cielos. Con la
desaparición de los dioses el cosmos pierde coherencia e irrumpe el azar. La necesidad griega y la gracia
divina de los españoles son misterios impenetrables pero dueños de una lógica secreta. Apenas el acontecer
humano pierde sus antiguas referencias sagradas, se convierte en una sucesión de hechos sin sentido y que
también pierden conexión entre sí. El hombre se vuelve juguete del azar. Es verdad que Romeo y Julieta son
víctimas del odio de sus familias y el drama podría explicarse como una consecuencia de las rivalidades de
casta. Pero también es cierto que habrían podido salvarse de no intervenir una serie de circunstancias que
ningún poder, excepto la casualidad, ha congregado. En el mundo de Shakespeare, el azar reemplaza a la
necesidad. Al mismo tiempo, inocencia y culpa se convierten en palabras sin valor. El equilibrio dialéctico se
rompe, la tensión trágica se afloja. A pesar de sus pasiones devastadoras y de sus gritos que hacen temblar la
tierra, los personajes del teatro isabelino no son héroes. Hay algo pueril en todos ellos. Pueril y bárbaro.
Violentos o dulces, cándidos o pérfidos, valerosos o cobardes, son un montón de huesos, sangre y nervios
destinados a aplacar por un instante el apetito de una naturaleza endiosada. Saciado, el tigre se retira de la
escena y deja el teatro cubierto de restos sangrientos: los hombres. ¿Y qué significación tienen todos esos
despojos? La vida es un cuento contado por un idiota.
Desgarrada entre dos leyes, Antígona escoge la piedad: peca contra la ley de la ciudad para restablecer el
equilibrio de la balanza divina. Orestes no retrocede ante el matricidio para cumplir con la justicia y echar a
andar de nuevo al mundo, paralizado por el crimen de Clitemnestra. La armonía universal se cumple en la
libertad del hombre. La libertad es el fundamento del ser. Si el hombre renuncia a la libertad, irrumpe el caos
y el ser se pierde. En el mundo de Shakespeare asistimos al regreso del caos. Desaparecen los límites entre
las cosas y los seres, el crimen puede ser virtud, y la inocencia, culpa. La pérdida de la legalidad hace vacilar
al mundo. La realidad es un sueño, una pesadilla. Andamos otra vez entre fantasmas.
El teatro español se alimenta de la tradición épica española y de la teología. El inglés también se apoya en
una crónica nacional y cerca de la tercera parte de la obra de Shakespeare esta compuesta por los dramas
históricos. Además, como señala Pound, para Shakespeare y sus contemporáneos la unidad de Europa
todavía era una realidad y de ahí que, libremente, como quien dispone de un bien común, se inspiren en
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temas y obras italianas, danesas o españolas . La visión del mundo de los poetas isabelinos revela de modo
aún más profundo la relación de filialidad entre el pensamiento europeo renacentista y el teatro inglés. La
substancia del pensamiento de Marlowe, Shakespeare, Ford, Webster o Jonson es una libre interpretación de
Montaigne y Maquiavelo. El individualismo de un Macbeth o de un Fausto son el reflejo de las condiciones
de esos tiempos, pero entre esas condiciones se encuentra, precisamente, el pensamiento de la época.
«Apenas es necesario subrayar —dice Eliot— con qué facilidad, en una época como aquélla, la actitud
senequista de orgullo, la cínica de Maquiavelo y la escéptica de Montaigne pudieron fundirse en el
individualismo isabelino.» Lo que fue para los trágicos griegos la teología de Hornero y la filosofía, para los
españoles la neoescolástica, fue para los isabelinos el pensamiento de Montaigne. Europa da a los poetas
ingleses una filosofía, concebida no tanto como un conjunto de doctrinas cuanto como una manera de
entender el mundo y el hombre. Esa filosofía no era dogmática sino fluida y admitía variaciones, enmiendas
y soluciones inéditas, circunstancia que no deja de tener semejanza con la actitud de los griegos ante el mito.
El teatro francés no transforma una materia épica nacional, ni se vuelve sobre una teología o una filosofía
para ponerla a prueba en la acción dramática. No examina los fundamentos en que se apoya la sociedad
francesa, ni se remonta a sus orígenes épicos ni es una defensa o una crítica de los principios que alimentan a
Francia. Es verdad que la actitud de Corneille y Moliere, frente a las obras y los temas españoles e italianos,
no fue distinta de la de los isabelinos, pero el modelo grecolatino termina por sustituir a la más libre e
inmediata tradición europea. La imagen de la unidad europea es reemplazada por la figura abstracta de una
Grecia ideal. Así pues, se trata de un clasicismo externo: el teatro francés no reproduce la evolución de la
tragedia griega —recreación de un héroe épico y libre meditación sobre una teología nacional— sino que la
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La literatura europea es un todo, y las diversas literaturas nacionales que la componen sólo son
comprensibles plenamente dentro de ese todo. Sobre la concepción de la poesía occidental como una «unidad de
sentido», véase la obra de Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, México, Fondo de Cultura
Económica, 1955.

