Page 131 - La Cabeza de la Hidra
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—No me hagas reír. ¿Por qué? ¿Por llevar serenata? ¿Por usar una vez placas ajenas?
¿Dónde vives, buey?
—No. Por andar con un coche robado.
—El patrón lo puso a mi nombre.
—Está estacionado frente a tu casa. A estas horas, la policía ya lo ubicó y te está
esperando.
Por primera vez, Sergio sudó igual que don Memo.
—De qué te alarmas, Sergito. Probarás que el coche te lo dio tu patrón. No sudes. ¿Qué
van a encontrar dentro del coche? ¿Es eso lo que te asusta? ¿Por eso puso tu patrón el
coche a tu nombre, para que tú pagues los platos rotos? ¿Así te protege de bien?
Sergio intentó abrir la portezuela; el taxi entró al periférico en la Fuente de Petróleos y
siguió la indicación hacia la carretera de Querétaro. Sergio intentó abrir la portezuela;
Félix lo sujetó rodeándole el cuello con el brazo; Sergio se ahogó, tosió y cayó
violentamente contra el piso del auto. Félix lo recogió como a un muñeco de trapo del
cuello de la camisa. Siguió tosiendo largo rato.
—La pinche placera no tuvo tiempo, seguro que no tuvo tiempo —dijo con la voz ronca
y dolorosa Sergio.
—A ver si nos espera en Cuatro Caminos —dijo nerviosamente don Memo.
—¡No te detengas! —gritó Sergio.
Félix volvió a apretar el cañón de la pistola contra la nuca de don Memo. Sergio se
entregó a un acceso de tos interminable; parecía un cupido tuberculoso.
No volvieron a hablar hasta llegar al Toreo de Cuatro Caminos. Desde una esquina, la
mujer gorda, envuelta en un rebozo y con la canasta bajo el brazo, hizo una seña con la
mano libre al taxi. Parecía la madre de los dioses indios, una Coatlicue de piedra,
imperturbable bajo la lluvia.
—¡No te detengas!
Don Memo frenó. La placera gorda abrió la portezuela delantera y asomó la cabeza
dentro del taxi. Se detuvo al mirar a Félix, pero la mirada impasible no varió. Ni
siquiera cuando vio la pistola apuntada directamente hacia su cara ancha y oscura.
—Suba, señora.
La placera se acomodó al lado de don Memo. Olía a ropa mojada y a digestión de
frijoles refritos.
—¿Qué trae esta vez en la canasta? —preguntó Félix—, ¿más pollitos? Pásemela.
La gorda prieta primero se volteó para entregarle unas llaves a Sergio.
—Toma. No pude abrir la cajuela. Los cuícos tenían rodeado el coche.
Félix le arrebató las llaves del Mustang:
—La canasta.
La placera levantó la canasta y la mostró; venía colmada de lechugas. La arrojó
violentamente contra el rostro de Félix; don Memo frenó; la mujer descendió del taxi
con una agilidad insospechada; Sergio intentó imitarla, pero la pistola le punzaba contra
la cintura.
Don Memo arrancó; Félix forcejeó un instante con Sergio; el muchacho se rindió y
Félix vio alejarse la figura de la vieja diosa azteca, bajo la lluvia gris como la tierra que
pisaba. Una bruma que parecía emanar del cuerpo de la mujer la envolvió.
Félix recogió la canasta. Debajo de las lechugas estaban las bolsas de celofán
impermeable con un contenido que no era lo que parecía, ni harina ni azúcar.
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El chofer disminuyó la velocidad frente al Supermercado de Ciudad Satélite. Detrás de

