Page 133 - La Cabeza de la Hidra
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de Félix. Oyó la ruptura del cristal y por fin olió algo: el líquido derramado del whisky.
                  Se agachó y avanzó doblado sobre sí mismo, casi tocándose las rodillas con la cara;
                  avanzó como un gato pero se dijo que esta era una batalla entre murciélagos en la que
                  llevaba todas las de perder; su enemigo conocía el terreno, era el propietario de la
                  cadena de supermercados. Félix topó contra una barrera y una pirámide de latas se
                  derrumbó; el ruido del metal fue sofocado por la ráfaga de balas dirigidas al lugar
                  exacto del accidente. Félix se tiró boca abajo defendido por un parapeto de mercancías.
                  —Sigue hablando —dijo la voz—, de aquí no sales vivo.
                  Félix trató de ubicar el lejano punto de  donde venía la voz; era un lugar más alto.
                  Recordó que a veces las oficinas de los supermercados están a un nivel superior desde
                  donde los encargados vigilan el movimiento de los clientes. Se quitó los zapatos. Corrió,
                  derrumbando lo que encontró en su camino, hasta parapetarse pegando la espalda a una
                  estantería opuesta a la única trayectoria posible de las balas de su enemigo: a derecha o
                  a izquierda, pero siempre de arriba hacia abajo y siempre de frente. La ventaja de su
                  rival era también su limitación. Lo cazaba desde un torreón sitiado.
                  —Lo preparaste todo muy bien. Tomaste la suite bajo un nombre supuesto. Siempre
                  tendrías la excusa de que ibas a una cita galante. No importaba que te vieran. Tenías la
                  mejor coartada del mundo. Estabas con tu mujer. Entraste con ella a las suites de
                  Genova. Se registraron con nombres falsos. Nadie dice nada en un lugar como esos. Su
                  clientela son turistas y parejas de amantes.
                  Calló y corrió a otro lugar de la tienda; la hebilla del impermeable chocó contra una fila
                  de carros de metal; Félix cayó de bruces y los disparos le pasaron volando sobre la ca-
                  beza. Se arrastró hasta el final de la fila de carritos para la mercancía y se despojó del
                  impermeable, lo colocó sobre la barra de conducción del carrito como sobre un gancho
                  y empujó de una patada. La balacera acompañó el breve trayecto del carro de metal por
                  un pasillo, fue a chocar contra una estantería y el fuego se repitió. Félix permaneció
                  donde estaba, guarecido por el estante.
                  —Tu mujer te había desafiado. Podían ir como amantes a ese hotel, a ver si así lograban
                  excitarse un poco. Pero ella quiso añadirle pimienta al caldo. Te dijo que ya no bastaba
                  ir juntos a un hotel. Ni así la excitabas. Te enfureciste. Te dijo que sólo cuando te ponías
                  celoso le resultabas un poco más atractivo. Pero como te ponías celoso de cualquier
                  cosa, hasta ese resorte se estaba gastando. Tú le contestaste con otro desafío. Le pediste
                  que esa noche en las suites de Genova podía buscar la manera de ponerte más celoso
                  que nunca. Ella se rió de ti y aceptó el desafío. Te dijo que esa misma noche, cuando
                  estuvieran en el hotel, antes de acostarse contigo, se acostaría conmigo. Hasta te dio el
                  número del cuarto donde tendría lugar nuestra cita: el 301. Te pidió que reservaras cuar-
                  to en el mismo piso, para estar cerca. Con suerte, así oirías nuestros gemidos de placer.
                  —Conoces bien a Mary —dijo la voz—. Sigue inventando historias.
                  —Seguro, Abby —contestó Félix moviéndose sigilosamente contra el estante alto,
                  evitando rozar con la espalda las bolsas de celofán ruidoso—. Mary te dio el número del
                  cuarto de nuestra supuesta cita porque sabía que allí estaba viviendo Sara Klein. Tú
                  también lo averiguaste y caíste en la trampa de tu mujer. Ella quería que lo supieras para
                  que pensaras que su desafío iba en serio, para ponerte a dudar. ¿Estaba yo aprovechando
                  mi amistad con Sara para utilizar su cuarto y darle cita a tu mujer? ¿Por qué no?
                  Calló y volvió a correr a otro lugar más cercano al nivel alto de la tienda mientras Abby
                  decía:
                  —¿Sabes quién le dijo a Mary que Sara estaba viviendo en las suites?
                  Félix volvió a parapetarse y volvió a hablar:
                  —No importa. Estoy casado con una judía. Conozco las costumbres de la tribu. Es una
                  malla muy bien tejida; todos saben todo de todos.
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