Page 134 - La Cabeza de la Hidra
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—Lo sé —rió Abby—, lo sé de sobra.
                  —Pero no sabías a quién ibas a matar, si a tu mujer o a mí o a los dos juntos. Tu mente
                  corría por dos rieles paralelos, uno calculador y el otro apasionado. Los desafíos entre tú
                  y Mary son como un juego de ping-pong. Ella te desafió diciendo te que se iba a acostar
                  conmigo bajo tus narices. Tú la desafiaste a tu vez con una pregunta: ¿a qué hora
                  pensaba engañarte? Ella te fijó una hora exacta, riéndose de ti; a las doce en punto, la
                  medianoche, la hora fatal de la Cenicienta, algo así te dijo, es su estilo ¿no?
                  La voz en el nivel más alto lanzó un mugido de toro herido. Félix disparó por primera
                  vez en dirección de la voz de Abby; era el momento para hacerle saber que también él
                  venía armado.
                  —Preparaste para las doce y media en punto tus distracciones. Sergio con sus amigos y
                  los mariachis se detuvieron a esa hora frente al hotel y cantaron la serenata. La monja
                  pasó a pedir limosna para sus obras. La policía interrumpió el gallo y le ordenó a Sergio
                  que circulara. Pero tú ya habías logrado lo que querías. El portero recordaría esos dos
                  hechos inusitados. La policía perseguiría dos pistas falsas. Tú estabas protegido. El
                  Mustang traía las placas del taxi. Por lo visto, la policía no las anotó. Una serenata es
                  cosa de todos los días; una broma que interrumpe el tránsito. Sergio dio la mordida de
                  costumbre y no le levantaron infracción. No  quedó rastro del Mustang. Y tú estabas
                  seguro de tu gente. Don Memo creyó siempre que era una broma y como nadie lo
                  molestó, se olvidó del asunto. Sergio era tu esclavo, el intermediario de tu negocio de
                  drogas, drogadicto él mismo: te obedecía sin pedir explicaciones. Perfecto; tus aliados
                  eran ciegos y sólo tú sabías lo que te proponías hacer.
                  —¿Y la monja? —rió la voz—, ¿sabes quién es la monja?
                  —No, pero me lo vas a decir, Abby.
                  —Capaz que sí, porque de aquí no sales vivo.
                  Agachado, Félix volvió a acercarse al nivel  alto. Su pie descalzo topó contra un
                  peldaño. Buscó el refugio más cercano. Sus  manos tocaron el vidrio helado de una
                  congekdora. Apoyó el cuerpo contra la superficie fría. Estaba al resguardo de las balas
                  de Abby Benjamín; los escalones ascendían paralelos al costado de la congeladora.
                  —Poco antes de las doce de la noche, Mary salió en bata del cuarto. Volvió a injuriarte
                  y a seducirte al mismo tiempo. Dijo que iba a verme y que regresaría en media hora a
                  amarte como nunca. Se permitió el lujo de un desafío final: arrojó sobre la cama la llave
                  del cuarto 301.
                  —Estás muy cerca. Cuidado. ¿Cómo obtuvo Mary la llave del cuarto de Sara?
                  —No sé pero lo imagino. En ese hotel las normas son muy elásticas. Las gentes se
                  visitan entre sí constantemente y reciben visitas inopinadas a todas horas del día y de la
                  noche. El portero está acostumbrado a eso.  Pero la respuesta más obvia debe ser la
                  verdadera: Mary bajó a la administración y tomó la llave extra de Sara del casillero
                  correspondiente. El portero está afuera, de  espaldas al vestíbulo. Y el encargado de
                  turno se la pasa dormido o viendo tele en la cocina.
                  —La conoces bien, cabrón. Tú la desvirgaste. Tú la tomaste antes que nadie. Antes que
                  yo. Un muerto de hambre como tú.
                  —A ella no le importó. Sólo a los hombres les importa la virginidad de una mujer.
                  —Tú has sido mi pesadilla, Maldonado. Tú destruiste mi felicidad. Ella saca todos los
                  días tu nombre a relucir, tú su primer hombre, el único hombre, el que de veras la hizo
                  sentir, yo no, ni me acercaba, tú un miserable muerto de hambre...
                  —Yo iba a ser la víctima esa noche.
                  —Sí, esa noche me iba a desquitar de diez años que pasaste metido en mi cama, entre
                  mi mujer y yo, invisible...
                  —Pero cuando abriste la puerta del 301 la pieza estaba a oscuras. Te acercaste a la
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