Page 136 - La Cabeza de la Hidra
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descifró al revés, rojas sobre blanco, antes de que Abby se llevara la mano a la boca con
                  una mueca de terror, cerrara los ojos y permaneciera de rodillas, como un penitente en
                  la Antártida. Sólo pudo escribir ajnom al.

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                  El Burberry's colgado como un espantapájaros se veía más animado que Abby
                  Benjamín. Félix Maldonado lo retiró del carrito de metal y se lo puso. Subió al mirador
                  del supermercado y encontró sobre la mesa el tablero electrónico empleado por Abby.
                  Oprimió primero la tecla que indicaba CORTINA DE SEGURIDAD. BODEGA DE
                  MERCANCÍAS. La oprimió apenas; lo suficiente para salir como había entrado, de
                  barriga; no quería despertar sospechas si alguien veía la cortina levantada totalmente.
                  En cambio, apagó por completo las luces fluorescentes. La catedral aséptica se hundió
                  en una oscuridad casi sagrada; sólo la escarcha de los congeladores brillaba, tenue,
                  como minúsculas lámparas votivas.
                  Se coló debajo de la cortina y luego regresó a la bodega arrastrando del cuello el
                  cadáver empapado de Sergio de la Vega. Tampoco esa presencia amortajada por Cardin
                  debía ser motivo para interrumpir las vacaciones de Abby Benjamin en la nieve.
                  Depositó a Sergio sobre unos cartones de detergente Ajax y se despidió de él con un
                  gesto de desprecio divertido:
                  —Cuídale la tienda a Abby.
                  Volvió a salir por la rendija entre la cortina de metal y el piso de concreto. Caminó bajo
                  la lluvia hasta la carretera México-Querétaro y allí esperó, con pocas esperanzas, el paso
                  de un taxi o un camión. Unos grupos dispersos de hombres con sombreros anchos,
                  envueltos en sarapes, ateridos, pasaron corriendo a un trote regular junto a la carretera.
                  Esta ciudad de trece millones de habitantes carece de los medios elementales de
                  transporte colectivo. El caballo y la rueda llegaron tarde, pensó Félix, y antes había
                  siglos de andar a pie. Ahora el que no tiene automóvil es un paria, un tameme indígena
                  condenado a repetir las caminatas de sus antepasados. Los vio pasar, trotando; recordó
                  las figuras de los cuadros de Ricardo Martínez la noche de su reencuentro con Sara
                  Klein; no los podía describir porque no se atrevía a acercarse a esas figuras de miseria,
                  compasión y horror.
                  La lluvia no cejaba y limpiaba al impermeable de los galones que se había ganado en la
                  justa contra Abby Benjamín; polvo, lodo y grasa. No era mucho pero Félix se sintió
                  libre por primera vez desde que aceptó, en nombre de la humillación de su padre, la
                  misión que le encomendé. Por fin había hecho algo por sí solo, sin que yo se lo ordenara
                  o le preparase las circunstancias para obligarlo a hacer lo que yo quería pero haciéndole
                  creer que él lo hacía por su propia voluntad. Había vengado a Sara Klein. Y no había
                  comprometido a los humildes, Memo, Licha, la placera gorda.
                  Los automóviles y los camiones de materiales y subsistencias pasaron velozmente frente
                  a él, sin hacerle caso. Solo bajo la lluvia, huésped de sí mismo, le concedió la razón a
                  Abby, Félix Maldonado era un miserable más, uno de esos que logran apropiarse de
                  ciertas apariencias de la prosperidad sin ser ricos. Pero todo el secreto de las sociedades
                  modernas es ese: hacerle creer al mayor número que tienen algo cuando no tienen nada
                  porque muy pocos lo tienen todo. Miró hacia el supermercado de Abby Benjamín del
                  otro lado de la carretera; era la catedral de este mundo. Volvió a pensar en Sara Klein,
                  en su enorme fe en la sociedad igualitaria de Israel, en el esfuerzo de su población, en la
                  democracia de ese país donde una abogada comunista podía defender a los miserables
                  como Jamil; la propia Sara había comparado todo esto con la desigualdad, la injusticia,
                  la tiranía de los países árabes.
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