Page 137 - La Cabeza de la Hidra
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Ahora que estaba solo bajo la lluvia frente a las columnas rojas, amarillas y azules de
                  Ciudad Satélite recordó mi advertencia, nadie tiene el monopolio de la violencia en este
                  asunto, mucho menos el de la verdad o el de la moral; todos los sistemas, sea cual sea su
                  ideología, generan su propia injusticia; acaso el mal es el precio de la existencia, pero
                  no se puede impedir la existencia por temor al mal y esa, para Félix esa noche, a esa
                  hora, en ese lugar, era la verdad y la concedió a los únicos que pedían ante todo la
                  existencia, aunque el precio fuese el mal, el muchacho Jamil que amó a Sara más que
                  Félix, los palestinos que oponían el mal de su inexistencia a todas las existencias
                  injustas porque negaban la de ellos.
                  El Citroën negro, largo y bajo se detuvo frente a Félix. La portezuela negra se abrió y la
                  mano pálida lo convocó. Félix subió automáticamente. El Director General lo observó
                  con una sonrisa irónica. Dio una orden en árabe por la bocina y el auto semejante a un
                  ataúd sobre ruedas se puso en marcha.
                  —Lo he andado buscando, señor licenciado Velázquez, ¿cómo? Pero está usted hecho
                  una sopa. Lo voy a dejar en su hotel; dése un baño caliente y una friega, tómese un buen
                  coñac. Va a pescar una pulmonía. Sería el colmo, después de vencer tantos peligros.
                  Rió con la voz alta y hueca, suspendida como un hilo de araña repentinamente cortado
                  por unas tijeras invisibles.
                  —¿Por qué me buscó? —dijo Félix vencido de nuevo, pensando que prefería la libertad
                  de su presencia solitaria bajo la lluvia a la comodidad tibia del automóvil del Director
                  General.
                  Rió; suspendió la risa; habló con una gravedad deliberada:
                  —Hizo usted muy mal en decir que ese Mustang era suyo. Traía veinte kilos de M + C,
                  morfina y cocaína, en la cajuela. La policía me lo comunicó en seguida, porque usted se
                  identificó como funcionario del ministerio. Pero hizo usted muy bien. El asunto está
                  arreglado; le atribuyen el contrabando a un tal Sergio de la Vega, a cuyo nombre estaba
                  el coche.
                  Miró con la intensidad que desmentían sus pince-nez ahumados a Félix y le sonrió con
                  la expresión propia de las calaveras de azúcar del Día de Muertos.
                  —Qué bien —le repito—, ¿sí? Ya está usted identificado para siempre con el licenciado
                  Diego Velázquez, jefe del departamento de análisis de precios. Su buena voluntad será
                  recompensada, ¿cómo? Le espera en su hotel una invitación muy especial, para pasado
                  mañana. No vaya a faltar.
                  —No voy a ningún hotel. Voy a ver a mi esposa. Ahora puedo hacerlo, al fin.
                  —Cómo no, señor licenciado. Lo llevaré a su casa primero.
                  —No, no me entiende. Voy a quedarme allí, allí vivo, con mi esposa.
                  El Director General dio una nueva orden por la bocina y en seguida se dirigió a Félix:
                  —Su invitación le espera en el Hilton.
                  —Se hace usted bolas. Tengo mis cosas en las suites de Genova.
                  —Ya han sido trasladadas al Hilton.
                  —¿Con qué derecho?
                  —El que nos da haberle salvado gracias a  nuestras influencias de una acusación de
                  tráfico de drogas, ¿cómo?
                  —No oigo hablar más que de influencias.
                  —Claro, es la única ley vigente en México, ¿cómo? Regresará usted al Hilton. El
                  mismo cuarto de antes. Es un frente perfecto.
                  —Le digo que no me entiende —dijo Félix con irritación fatigada—, este asunto ya se
                  acabó, ya hice lo que tenía que hacer por mi cuenta, sin ayuda de nadie.
                  —Acabo de estar en el supermercado, ¿cómo? Confía usted demasiado en los poderes
                  mortales de la refrigeración. El señor Benjamín sigue enfriándose. Pero esta vez para
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