Page 40 - La Cabeza de la Hidra
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después, suave. Si no, no te sientas privado.
                  —Lichita, eres a todo dar. No sé si estoy a tu altura, palabra de honor.
                  —Estás triste, amorcito, eso cualquiera lo ve.
                  —No te preocupes. Me cuesta dejar a una mujer.
                  —¿A cualquier mujer, corazón?
                  —Sí —sonrió un poco forzadamente Félix—. A veces me las arrebatan. Pero yo las
                  arrastro a todas, vivas o muertas, como un caracol con su concha, toda la vida.
                  —Suave.

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                  Licha cumplió su cometido a la perfección.  Félix Maldonado miró el incendio de la
                  clínica privada de la calle de Tonalá desde la banqueta de enfrente, perdido entre los
                  enfermos, algunos tirados inconscientes en la calle, otros presas del shock, muy pocos
                  de pie pero muy pocos también encamillados o en silla de ruedas, algunas mujeres
                  llorando, los niños recién nacidos protegidos mal que bien por las enfermeras, envueltos
                  en colchas, chillando, una enfermera gritando que el niño se moría fuera de la
                  incubadora, un hombre quejándose lúgubremente del dolor cardíaco en el brazo, las
                  enfermera.s nerviosas y confundidas que mantenían en alto las botellas de suero que
                  lograron salvar del terror súbito, la mujer anunciando a gritos el parto precipitado por el
                  miedo, algunos asfixiados a medias por el humo y un hombre amarillo, prácticamente
                  evacuado de la vida, sonriente, divertido, agarrado a un arbolito raquítico, el mismo que
                  sostenía a Félix Maldonado, silencioso, vendado, indistinguible en el remolino humano
                  del pánico.
                  Licha lloraba histéricamente, alegando con uno de los guardias masculinos de la clínica,
                  señalando hacia la izquierda y luego hacia la derecha, confusa, el pañuelo agitado entre
                  los dedos.
                  —Pero por qué no lo buscan, no sean tarados, no puede haberse ido muy lejos, en el
                  estado que estaba, ¿cómo?
                  —Cállate mensa, ésta fue una operación bien planeada —le contestó con espuma en los
                  labios el guardia, vas a tener que responder de esto, me lleva...
                  —Ay, si yo solo fui al baño un minuto, ¿que ni pipí puede una hacer?, si él no podía
                  moverse...
                  —Claro, lo sacaron sus cómplices, ¿pero cómo?
                  Félix se calzó y se puso los pantalones. Licha lo llevó hasta el montacargas en el tercer
                  piso y allí se escondió como sardina Félix, rogando que nadie llamara a esa hora el apa-
                  rato. Licha reunió los papeles, periódicos, kleenex, que encontró en botes de basura y
                  dispensarios, junto con las sábanas sucias, las fundas de almohada, las toallas, lo reunió
                  todo en la pieza de Félix encima del colchón y le vació las botellas de alcohol, lo
                  encendió con un cerillo y salió gritando por los pasillos, fuego, fuego, apretó el botón
                  del montacargas para que descendiera al primer piso, las pacientes y las enfermeras
                  empezaron a correr, oliendo el humo que venía de la pieza de Félix. Licha bajó
                  corriendo por la escalera al primer piso, se metió a la cocina, abrió el montacargas y
                  llegó gritando a la puerta:
                  —Se escapó el del 33, fui a hacer pipí y al regresar ya no estaba.
                  —Por aquí no ha salido —dijo uno de los guardias.
                  —Tiene que estar en el edificio —dijo otro—, vente —y salió corriendo escaleras arriba
                  a cerciorarse, pero el tropel de enfermeras bajó gritando fuego y el guardia trató de de-
                  tenerlas:
                  —Bola de irresponsables, regresen con los enfermos.
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