Page 63 - La Cabeza de la Hidra
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con ojos de celuloide.
                  —¿Quién mató a Sara?
                  —Lo ignoro. Como pareces saberlo, también ella andaba en malas compañías.
                  —La embajada de Israel no quiso hacerse cargo del cadáver.
                  —Se había pasado al enemigo. No es motivo para matarla. Simplemente, ya no éramos
                  responsables de ella.
                  —Pero entonces el otro bando tenía menos motivos aún para matarla.
                  —Ve tú a saber. Los conflictos internos de los palestinos no son una partida de tennis.
                  Si te congracias con un grupo, te malquistas en seguida con otro.
                  —Usted sabrá. Los terroristas judíos de los cuarenta también tenían sus desavenencias.
                  Bernstein se encogió de hombros:
                  —Sara era muy dada a dejar mensajes. Y tú a tragártelos.
                  —¿No es verdad? —dijo tranquilamente Félix.
                  —En su contexto, sí. Fuera de él, no. Ese muchacho era un terrorista.
                  —Igual que usted en el Irgún. Y por los mismos motivos.
                  Bernstein cruzó las piernas gordas con dificultad.
                  —¿Recuerdas tus clases de derecho? Palestina, desde que nos fue arrebatada, es una
                  tierra de nadie, res nullius, por la cual han pasado todos los ejércitos y todos los
                  pueblos. Todos la han reclamado, romanos, cruzados, musulmanes, imperialistas
                  europeos, pero sólo nosotros tenemos derecho original a ella. Esperamos dos mil años.
                  Ese es el único derecho que existe sobre Palestina. El de nuestra paciencia.
                  —¿A costa del dolor del pueblo que realmente vivía allí desde hace siglos, con derecho
                  o sin él? Ustedes están enfermos de la pérdida del Paraíso.
                  Bernstein volvió a mover con impaciencia los hombros.
                  —¿Quieres devolverle la isla de Manhattan a los Algonquins? ¿Vamos a lanzarnos a lo
                  que los franceses llaman la eterna discusión del Café du Commerce?
                  —¿Por qué no? Escuché las razones de Sara. Puedo escuchar las de usted.
                  —Temo aburrirte, mi querido Félix. Un judío es tan viejo como su religión y un
                  mexicano tan joven como su historia. Por eso ustedes la recomienzan a cada rato y cada
                  vez imitan un modelo nuevo que pronto se hace viejo. Entonces lo recomienzan todo y
                  así lo pierden todo. En fin, si así mantienen la ilusión de la juventud perpetua...
                  Nosotros hemos persistido durante dos mil años. Nuestro único error fue esperar
                  siempre que el enemigo que nos odiaba nos dejara en paz, paz en Berlín, Varsovia o
                  Kiev. Por primera vez, hemos decidido ganar nuestra paz en vez de esperar que nos la

                  concedan. ¿Sólo en el suplicio nos respetan los que nada se juegan en el asunto, como
                  tú?
                  —Pudieron escoger enemigos menos frágiles.
                  —¿Quiénes? ¿Los árabes mil veces más armados y poderosos que nosotros?
                  —Hubieran exigido una patria en los lugares mismos de su sufrimiento, en vez de
                  imponérselo a otro pueblo.
                  —Qué bien te aleccionó Sara. Bah, nadie quiere a los palestinos, los árabes menos que
                  nadie. Son su albratros al cuello, los utilizan como arma de propaganda y negociación,
                  pero cuando los tienen metidos en sus países los encierran en campos de concentración.
                  Hasta allí la farsa del socialismo árabe.
                  Bernstein angostó la mirada y se inclinó sobre su grueso vientre:
                  —Entiende bien esto, Félix. Los palestinos sólo están ligados íntimamente a nosotros
                  los judíos. A nadie más. Tienen que vivir con nosotros o ser los parias del mundo árabe.
                  Con nosotros reciben lo que nunca tuvieron, trabajo, buenos sueldos, escuelas, tractores,
                  refrigeradores, televisión, radios. Con los árabes, prefiero no pensarlo...
                  —Los gringos nos darían lo mismo si renunciamos a ser independientes.
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