Page 75 - Sumerki - Dmitry Glukhovsky
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mudarme a vivir con ella, había descubierto una lata
como ésas, todavía sin abrir; puede que mi abuela la
hubiera guardado en previsión de una nueva guerra
mundial. El aroma, por supuesto, se había desvanecido
hacía mucho tiempo, por lo que tuve que tirar los
granos de café, pero conservé la lata. Desde entonces la
empleo para guardar el café que compro, y cuando la
abro por la mañana y aspiro el suave aroma de los
granos pienso siempre en mi abuela.
Me había legado también el resto de su arsenal: un
molinillo de madera para el café, una cafetera turca de
cobre y tacitas de porcelana con decoración china.
Disfruto sobre todo con el proceso de molerlo: arrojo
varios granos de café al embudo y, como si de un
organillo se tratara, acciono la manivela de latón. En un
primer momento, gira poco a poco, con resistencia,
pero, cuantos más granos se desmenuzan formando un
aromático polvillo, más sencilla se vuelve la tarea. Al
terminar, abro el encantador cajoncito de madera donde
se acumula el polvillo y lo echo todo a la cafetera. Tras
haberla puesto al fuego, no puedo dejarla ni un solo
momento sin cuidados. En el caso contrario, el delicioso
paladeo de la estimulante bebida de las mañanas
desaparecería y en su lugar sólo quedaría un buen rato
de fregoteo en la pila.
Cuando, por fin, ya está todo hecho, el café me
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