Page 129 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
P. 129
La penúltima verdad Philip K. Dick 129
cosas, ni en lo que estaba viendo. Y en su interior el
espanto creció a tal punto que se hizo insoportable, y a
pesar de todo él siguió mirando, mientras en sus oídos
resonaba el susurro de Alexander Sourberry. Hasta que
Joseph Adams pensó: «¿Así es como sienten los de abajo?
¿Cuándo captan la sugerencia, la esencia de lo que
verdaderamente están viendo? De que estamos dándoles
nuestra adaptación de esto...». Y se quedó petrificado.
Sourberry seguía cuchicheando: «Un leal agente de los
servicios secretos norteamericanos tomó estas notables
secuencias con una cámara de teleobjetivo camuflada en
forma de gemelo de camisa; por eso las escenas que aquí
vemos aparecen un poco borrosas».
Y dos figuras un poco borrosas, como Sourberry había
dicho, aparecieron paseando por un baluarte. Eran
Roosevelt y... Josef Stalin, éste de pie y Roosevelt en una
silla de ruedas, con una manta sobre las piernas y
empujado por un criado de librea.
«Un equipo microfónico especial de gran radio de
acción que el leal agente secreto controlaba, le permitió
captar...».
Muy bien, pensó Joseph Adams. Estupendo. Una
cámara del tamaño de un botón... ¿quién podía recordar
en 1982 que aún no existían en 1944 aparatos tan
miniaturizados para el espionaje? Por eso, todos se lo
tragaban sin rechistar... y nadie protestaba cuando les
pasaban aquella horrible escena por televisión a todos los
129

