Page 245 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad                           Philip K. Dick   245


           hombre               tan          poderoso,                era         verdaderamente

           impresionante. La residencia de Harenzany no era negra


           y siniestra como la de Brose, que evocaba la presencia de

           un  buitre  maléfico  cerniéndose  en  las  alturas  con  sus

           viejas y correosas alas desplegadas. Como su colega de la


           Wes‐Dem, el Mariscal era ante todo un soldado, no un

           comisario político sibarita ex mero motu. No era más que

           un gran vividor, amigo de francachelas, un hombre que


           amaba la vida.

              Pero también, como el General Holt y pese a su dominio

           nominal sobre un ejército de robots veteranos, estaba bajo


           el yugo de Brose.

              Cuando  su  volador  tomó  tierra,  Foote  se  hizo  la


           siguiente  pregunta:  «¿Cómo  consigue  realmente

           mantener su poder ese sujeto monstruoso y anormal de

           ochenta y dos años, medio senil, astuto y marrullero, y


           que  pesa  más  de  cien  kilos?  ¿Acaso  tiene  en  Ginebra

           algún artilugio electrónico, un instrumento de seguridad


           que en caso de crisis le antepone a Holt y a Harenzany en

           el mando de todos los robots del planeta? ¿O se trata de

           algo más secreto y complicado?»


              Podría  ser,  se  dijo  por  último,  lo  que  los  cristianos

           llamaban  la  «sucesión  apostólica».  El  proceso  sería  el

           siguiente, y habría que razonarlo así: antes de la Tercera


           Guerra  Mundial,  el  poder  estaba  en  manos  de  las

           oligarquías  militares  del  Pac‐Peop  y  de  la  Wes‐Dem;

           todos los gobiernos formados por elementos civiles eran




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