Page 587 - Limbo - Bernard Wolfe
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en su misma dirección delante, o cuándo se
acercaba una curva y hasta qué velocidad debía
reducir para tomarla con seguridad; cuándo era
seguro volver a acelerar de nuevo.
Era irónico, pensó Martine, que como
resultado de la tecnología uno de los últimos
refugios del Ego fronterizo de América —el
automóvil, el viejo vehículo veloz y personal— no
hubiera resultado abolido. A principios del siglo,
una vez hubo desaparecido el venerable caballo,
todos los vehículos se desarrollaron en busca de
mayor rapidez de transporte, y parecieron ser
calculados para proporcionarle al hombre una
sensación de absoluta indefensión y pasividad, la
sensación de que eran meros bultos de carga que
debían ser transportados de uno a otro lado: el
trolebús, el autobús, el tren, el avión.
Paralelamente a lo que había ocurrido en otras
áreas de la vida, también el viaje se había vuelto
uterino. Sólo en su propio automóvil, a sus
riendas hidromáticas, podía un hombre
recapturar algo de la antigua emoción del hombre
de la frontera de dominar a su viejo y fiable
caballo pinto, de sujetar las riendas del control, de
hacer antes que de ser hecho: él apretaba los
botones. Pero ahora, con la robo‐ conducción, el
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