Page 132 - La Nave - Tomas Salvador
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lo que, al fin, es peor que una destrucción. Primero
fue el deseo furioso de destruir; más tarde, la alegría
morbosa de haber destruido; y luego, la sensación
de lo irreparable. Las siguientes generaciones,
aprobaran o no la conducta de los iracundos, no
tenían más remedio que cargar con las
consecuencias e ir admitiendo como verdad
irrefutable la no existencia de objetos útiles. Y con
los años, la incuria, la ignorancia y la rutina fueron
destruyendo los pocos restos que se salvaron. Con
todo, me niego a pensar que «todo», absolutamente
«todo», haya desaparecido. Alguna máquina debe
de haber, ligeramente averiada, o algún libro
escondido o a medio quemar; o algún reloj
golpeado y roto, pero con las piezas dentro de su
caja...
Seduce este caminar por la cuesta abajo de las
deducciones. Sin embargo, nada he hecho que
justifique mi optimismo. No tengo norma de
conducta. ¿Deben pensarse las cosas antes de
hacerlas? O bien, ¿es mejor hacerlas y luego
meditarlas? Mi raciocinio me dice que ambas cosas
son posibles. Para saber que sentiría dolor no es
necesario que me muerda un dedo; sé que existe el
dolor y que éste vendría a continuación de mi
acción.
¡Qué sencilla y grande es, al mismo tiempo, esta
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