Page 194 - Anatema - Neal Stephenson
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calor, pero las temperaturas habían caído de pronto
durante el segundo día de Apert, y nosotros habíamos
tupido los paños hasta el grosor de invierno. Al entrar en
el Præsidium, un par de horas antes, había tormenta, pero
mientras subía las escaleras el rugido de la lluvia y el
granizo se había ido reduciendo gradualmente. Para
cuando me reuní con Orolo allá arriba, de la tormenta no
quedaban más que algunas gotas erráticas saltando en el
aire como rocas en el espacio y una alfombra de diminuto
granizo en el pasaje. Nos encontrábamos casi en las nubes.
El cielo se había arrojado contra las montañas como un
mar atacando un saliente pedregoso, y había gastado toda
su energía fría en media hora. Las nubes desaparecían; sin
embargo el cielo no ganaba brillo, porque el sol se ponía.
Pero Orolo, con su ojo de cosmógrafo, se había dado
cuenta de que en el flanco de una montaña había una zona
más luminosa. La primera vez que vi lo que me señalaba,
supuse que el granizo había plateado las ramas de los
árboles en el valle elevado. Pero continué mirando y los
colores se volvieron cálidos. La zona se ensanchó, brilló
más y trepó por la ladera iluminando árboles que antes
cambiaban de color. Era un rayo que llegaba por una
grieta en la atmósfera, al oeste, elevándose a medida que
el sol se hundía.
—Ése es el tipo de belleza que intento que aprecies —me
dijo Orolo—. Lo más importante es que veas y ames la
belleza que tienes justo delante o, en caso contrario, no
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