Page 106 - La muerte de Artemio Cruz
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desear: desear que tu deseo  y el objeto deseado sean la misma cosa; soñar en el
                  cumplimiento inmediato, en la identificación sin separaciones del deseo y lo deseado:
                      reconocerte a ti mismo:
                      reconocer a los demás y dejar que ellos te reconozcan: y saber que te opones a cada
                  individuo, porque cada individuo es un obstáculo más para alcanzar tu deseo:
                      elegirás, para sobrevivir elegirás, elegirás entre los espejos infinitos uno solo, uno
                  solo  que  te  reflejará  irrevocablemente,  que  llenará  de  una  sombra  negra  los  demás
                  espejos,  los  matarás  antes  de  ofrecerte,  una  vez  más,  esos  caminos  infinitos  para  la
                  elección:
                      decidirás, escogerás uno de los caminos, sacrificarás los demás: te sacrificarás al
                  escoger, dejarás de ser todos los otros hombres que pudiste haber sido, querrás que otros
                  hombres —otro— cumpla por ti la vida que mutilaste al elegir: al elegir sí, al elegir no,
                  al permitir que no tu deseo, idéntico a tu libertad, te señalara un laberinto sino tu interés,
                  tu miedo, tu orgullo:
                      temerás al amor, ese día:
                      pero podrás recuperarlo: reposarás con los ojos cerrados, pero no dejarás de ver, no
                  dejarás de desear, porque así harás tuya la cosa deseada:
                      la memoria es el deseo satisfecho
                      hoy que tu vida y tu destino son la misma cosa.





                  (1934 — Agosto 12)




                      ÉL escogió un fósforo, lo raspó contra el costado lijoso de la caja, contempló la
                  llama  y  la  acercó  al  cabo  del  cigarrillo.  Cerró  los  ojos.  Aspiró  el  humo.  Alargó  las
                  piernas y se arrellanó en la butaca de terciopelo; rozó el terciopelo con la mano libre y
                  olió la fragancia de unos crisantemos acomodados dentro de un jarrón de cristal, en la
                  mesa, a sus espaldas. Escuchó la música lenta, reproducida por el fonógrafo, también a
                  sus espaldas.
                      —Ya casi estoy lista.
                      Buscó a tientas, con la mano libre, el álbum abierto colocado sobre la pequeña mesa
                  de  nogal,  a  su  derecha.  Tocó  las  pastas  de  cartón,  leyó  Deutschen  Grammophon
                  Gesselschaft y escuchó la entrada majestuosa del cello que apartaba, se hacía presente,
                  al fin vencía el refrán de los violines y los relegaba al segundo término del coro. Dejó de
                  escuchar. Se arregló la corbata y durante algunos segundos acarició la seda abultada, esa
                  seda que crujía levemente cuando la tocaban los dedos.
                      —¿Te preparo algo?
                      Se dirigió a la mesa baja, sobre ruedas, dedicada a sostener la variedad de botellas y
                  vasos de donde escogió una de escocés y uno pesado, de cristal de Bohemia, y midió
                  dos dedos de whisky dentro del vaso, después seleccionó un cubo de hielo y vació un
                  poco de agua natural.
                      —Lo que tú tomes.
                      Entonces  él  repitió  la  operación  y  tomó  ambos  vasos  entre  las  manos,  los  hizo
                  chocar,  girar  un  poco  desde  las  palmas  para  mezclar  bien  el  whisky  y  el  agua  y  se
                  acercó a la puerta de la recámara.
                      —Un minuto.
                      —¿Lo escogiste por mí?

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