Page 108 - La muerte de Artemio Cruz
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Se detuvieron frente a ese cuadro y ella dijo que le gustaba mucho y siempre venía a
verlo porque esos trenes detenidos, ese humo azul, esos caserones azul y ocre del fondo,
esas figuras borradas, apenas insinuadas, ese techo horrible, de fierro y vidrios opacos,
de la terminal de Saint-Lazare pintada por Monet le gustaban mucho, eran lo que le
gustaba de esa ciudad donde las cosas, quizás, no eran muy hermosas vistas
aisladamente, en detalle, pero eran irresistibles vistas en conjunto. Él le dijo que ésa era
una idea y ella rió y le acarició la mano y le dijo que tenía razón, que simplemente le
gustaba, le gustaba todo, estaba contenta y él, años después, volvió a ver esa pintura,
cuando ya estaba instalada en el Jeude-Paume y el guía especial le dijo que era notable,
en treinta años ese cuadro había cuadruplicado su valor, ahora costaba varios miles de
dólares, era notable.
Él se acercó, se detuvo detrás de ella, acarició el respaldo del sillón y después tocó
los hombros de Laura. Ella inclinó la cabeza sobre la mano del hombre, rozó la mejilla
con los dedos. Suspiró una nueva sonrisa, se apartó y sorbió un poco de whisky. Arrojó
la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y tragó el sorbo después de haberlo detenido
entre la lengua y el paladar.
—Podríamos regresar el año entrante. ¿No te parece?
—Sí. Podríamos regresar.
—Recuerdo mucho cómo paseábamos por las calles.
—Yo también. Nunca habías ido al Village. Recuerdo que yo te llevé.
—Sí. Podríamos regresar.
—Hay algo tan vital en esa ciudad. ¿Recuerdas? No habías aprendido a distinguir el
olor de río y mar unidos. No los habías localizado. Caminamos hasta el Hudson y
cerramos los ojos para distinguirlo.
Él tomó la mano de Laura, le besó los dedos. Sonó el timbre del teléfono y él se
adelantó a tomar la bocina, la levantó y escuchó la voz que repetía: —Bueno... ¿Bueno,
bueno?... ¿Laura?
Colocó una mano sobre la bocina negra y la ofreció a Laura. Ella dejó el vaso sobre
la mesita y caminó hasta el teléfono.
—¿Sí?
—Laura. Es Catalina.
—Sí. Cómo estás.
—¿No te interrumpo?
—Iba a salir.
—No, no te quitaré mucho tiempo.
—Dime.
—¿No te quito el tiempo?
—No, te digo que no.
—Creo que cometí un error. Debí habértelo dicho.
—¿Sí?
—Sí, sí. Debí baberte comprado el sofá. Ahora que estoy instalando la nueva casa
me di cuenta. ¿Recuerdas el sofá, ese sofá con los brocados de punto? Fíjate que le iría
muy bien al vestíbulo, porque compré unos gobelinos, unos gobelinos para adornar el
vestíbulo y creo que lo único que le va es tu sofá de bordados...
—Quién sabe. Puede que sean demasiados bordados.
—No, no, no. Es que mis gobelinos son de tono oscuro y tu sofá de tono claro, de
manera que hay un bonito contraste.
—Pero sabes que ese sofá lo instalé aquí, en el apartamento.
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