Page 110 - La muerte de Artemio Cruz
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—No sé. No sé. Tengo treinta y cinco años. Cuesta empezar de nuevo, a menos que
                  alguien nos dé la mano... Hablamos aquella noche, ¿recuerdas?
                      —En Nueva York.
                      —Sí. Dijimos que deberíamos conocernos...
                      —...que era más peligroso cerrar las puertas que abrirlas... ¿No me conoces ya?
                      —Nunca dices nada. Nunca me pides nada.
                      —Eso debía hacer, ¿verdad? ¿Por qué?
                      —No sé...
                      —No sabes. Sólo si te deletreo sabrías...
                      —Quizás.
                      —Yo  te  quiero.  Tú  me  has  dicho  que  me  quieres.  No,  no  quieres  comprender...
                  Dame un cigarrillo.
                      Sacó la cajetilla de la bolsa del saco. Escogió un fósforo, lo encendió, mientras ella
                  tomaba el cigarrillo y sentía el papel entre los labios, los humedecía, apartaba la costra
                  arrancada,  pegada  al  labio,  con  dos  dedos  y  la  hacía  circular  entre  los  dos  dedos,  la
                  arrojaba livianamente y esperaba. Y él la miraba.
                      —Ahora quizás reanude mis  clases.  A los  quince años  quería pintar.  Después lo
                  olvidé.
                      —¿No vamos a salir?
                      Ella se quitó los zapatos, acomodó la cabeza en un cojín, espiró hacia el techo las
                  volutas de humo.
                      —No, ya no vamos a salir.
                      —¿Quieres otro escocés?
                      —Sí, dame otro.
                      Él tomó de la mesa el vaso vacío, miró la mancha de pintura labial en los bordes,
                  escuchó la sonaja del cubo de hielo agitado contra el cristal, caminó hacia la mesa baja,
                  volvió a medir el whisky, tomó otro cubo de hielo con las tenazas de plata...
                      —Sin agua, por favor.
                      Ella le preguntó si no le inquietaba saber hacia dónde miraba, a quién o qué cosa
                  miraba la muchacha que está de pie sobre el columpio, vestida de blanco —de blanco y
                  sombra— con los moños azules a lo largo del vestido; le dijo que algo quedaba siempre
                  fuera  del  cuadro,  porque  el  mundo  representado  por  el  cuadro  debía  alargarse,
                  extenderse más allá  y  estar lleno de otros colores,  otras  presencias, otras  solicitudes,
                  gracias  a  las  cuales  el  cuadro  se  componía  y  era.  Salieron  al  sol  de  septiembre.
                  Caminaron, riendo, bajo las arcadas de la rue de Rivoli y ella le dijo que debía conocer
                  la Place des Vosges, que era quizás la más hermosa. Detuvieron un taxi. Él  extendió
                  sobre las rodillas el mapa del metropolitano y ella fue siguiendo con un dedo la línea
                  roja, la línea verde, tomada de su brazo, con el aliento muy cerca del suyo, diciendo que
                  esos nombres le encantaban, no se cansaba de repetirlos, Richard Lenoir, Ledru-Rollin,
                  Filles du Calvaire...
                      Le entregó el vaso y volvió a hacer girar el globo de los cielos, a leer los nombres
                  lupus, crater, sagittarius, piscis, horologium, argo navis, libra, serpens. Lo hizo girar,
                  dejando que su dedo rozara la esfera, tocara las frías, lejanas estrellas.
                      —¿Qué haces?
                      —Miro el mundo este.
                      —Ah.
                      Se hincó y le besó el pelo suelto; ella asintió con la cabeza, sonrió.
                      —Tu mujer quiere este sofá.
                      —Ya oí.

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