Page 111 - La muerte de Artemio Cruz
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—¿Qué me recomiendas? ¿Debo ser generosa?
                      —Como quieras.
                      —¿O indiferente? ¿Olvidar que me habló? Prefiero ser indiferente. La generosidad
                  es como un insulto feo y sin chiste a veces, ¿no crees?
                      —No te entiendo.
                      —Pon un poco de música.
                      —¿Cuál quieres ahora?
                      —El mismo. Pon el mismo, por favor.
                      Leyó los números de las cuatro caras. Las ordenó, apretó el botón, dejó que cayera
                  el disco, que cayera con su bofetada seca sobre el platillo de gamuza. Olió esa mezcla
                  de cera y tubos calientes y madera pulida y volvió a escuchar las alas del clavicordio, la
                  caída suave hacia la alegría, la renuncia del clavicordio, renuncia al aire, para tocar con
                  los violines la tierra firme, el sostén, las espaldas del gigante.
                      —¿Así está bien de volumen?
                      —Un poco más alto. Artemio...
                      —¿Sí?
                      —Ya no puedo más, mi amor. Tienes que escoger.
                      —Ten paciencia, Laura. Date cuenta...
                      —¿De qué?
                      —No me obligues.
                      —¿De qué? ¿Me tienes miedo?
                      —¿No estamos bien así? ¿Hace falta algo?
                      —Quién sabe. Puede que no haga falta nada.
                      —No te oigo bien.
                      —No, no bajes el volumen. Escúchame a pesar de la música. Me estoy cansando.
                      —No te engañé. No te obligué.
                      —No te transformé, que es distinto. No estás dispuesto.
                      —Te quiero así, como hemos sido hasta ahora.
                      —Como el primer día.
                      —Sí, así.
                      —Ya no es el primer día. Ahora me conoces. Dime.
                      —Date cuenta, Laura, por favor. Esas cosas dañan. Hay que saber cuidar...
                      —¿Las apariencias? ¿O el miedo? Si no pasará nada, ten la seguridad de que no
                  pasará nada.
                      —Debíamos salir.
                      —Ya no. No, ya no. Ponlo más alto.
                      Los violines chocaron contra los cristales: la alegría, la renuncia. La alegría es esa
                  mueca forzada debajo de los ojos claros y brillantes. Él tomó el sombrero de una silla.
                  Caminó hacia la puerta del apartamento. Se detuvo con la mano sobre la perilla. Miró
                  hacia atrás. Laura acurrucada, con los cojines entre los brazos, de espaldas a él. Salió.
                  Cerró la puerta con cuidado.



                      YO despierto otra vez, pero esta vez con un grito: alguien me ha clavado un puñal
                  largo y frío en el estómago: alguien desde fuera: yo no puedo atentar contra mi propia
                  vida de esta manera: hay alguien, hay otro que me ha clavado un acero en las entrañas:
                  alargo los brazos, hago un esfuerzo para levantarme y ya están allí las manos, los brazos
                  ajenos sujetándome, pidiendo calma, diciendo que debo permanecer quieto y un dedo
                  marca  de  prisa  los  números  en  el  teléfono,  se  equivoca,  vuelve  a  probar,  vuelve  a

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