Page 107 - La muerte de Artemio Cruz
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—Sí. ¿Recuerdas?
                      —Sí.
                      —Perdóname el retraso.
                      Regresó a la butaca. Volvió a tomar el álbum, lo colocó sobre las rodillas. Werke
                  von Georg Friedrich Händel. Escucharon los dos conciertos en esa sala excesivamente
                  calentada  y por casualidad les tocó  quedar sentados juntos,  escuchar  —ella—  que él
                  hablaba español y comentaba con su amigo que había demasiada calefacción en la sala.
                  Él le pidió en inglés el programa  y ella sonrió y le dijo, en español, que con mucho
                  gusto. Los dos sonrieron. Concerti Grossi, opus 6.
                      Se dieron cita el mes entrante, cuando ambos deberían llegar a esa ciudad, en ese
                  café de la rue Caumartin, cerca del Boulevard des Capucines, que él volvería a visitar
                  años  después,  sin  ella,  sin  poder  localizarlo  exactamente,  deseando  volverlo  a  ver,
                  volver  a  pedir  lo  mismo,  que  localizó  como  un  café  de  decorado  rojo  y  sepia,  con
                  curules romanas  y una larga barra de madera rojiza, no un café al  aire libre, pero sí
                  abierto,  sin  puertas.  Bebieron  menta  con  agua.  Lo  volvió  a  pedir.  Ella  dijo  que
                  septiembre  era  el  mejor  mes,  fines  de  septiembre  y  principios  de  octubre.  El  verano
                  indio. El regreso de las vacaciones. Pagó. Ella lo tomó del brazo, riendo, respirando, y
                  atravesaron  los  patios  del  Palais  Royal,  caminaron  entre  las  galerías  y  los  patios,
                  pisando  las  primeras  hojas  muertas,  acompañados  de  las  palomas,  y  entraron  a  ese
                  restaurant  de  mesas  pequeñas  y  respaldos  de  terciopelo  y  paredes  de  espejo  pintado,
                  decorado con una vieja pintura, un viejo barniz de oro, azul y sepia.
                      —Lista.
                      Miró sobre el hombro y la vio salir de la recámara, prendiéndose los aretes a los
                  lóbulos, arreglándose con una mano el cabello liso, color de miel. Le ofreció el whisky
                  preparado  y  ella  bebió  un  pequeño  sorbo,  frunciendo  la  nariz  y  tomó  asiento  en  la
                  butaca roja, cruzó la pierna derecha sobre la otra y levantó el vaso a la altura de los ojos.
                  Él correspondió con un gesto idéntico y le sonrió, mientras ella se sacudía algo de la
                  solapa  del  traje  negro.  El  clavecín  conducía  el  refrán  central  de  ese  descenso,
                  acompañado de los violines: él lo imaginó como un descenso de la altura, no como una
                  marcha  hacia  adelante:  un  descenso  leve,  imperceptible,  que  al  tocar  la  tierra  se
                  convertía en alegría de contrapuntos entre los tonos graves y agudos de los violines. El
                  clavecín sólo había servido, como las alas, para descender y tocar la tierra. Ahora la
                  música, en la tierra, bailaba. Los dos se miraron.
                      —Laura...
                      Ella  hizo  un  signo  con  el  dedo  índice  y  los  dos  continuaron  escuchando;  ella
                  sentada, con el vaso entre las manos; él de pie, haciendo girar sobre su eje el globo del
                  firmamento,  deteniéndolo  de  vez  en  cuando  para  distinguir  las  figuras  dibujadas  con
                  punta de plata sobre la supuesta figura de las constelaciones: cuervo, escudo, lebrel, pez,
                  altar, centauro. La aguja giró sobre el silencio; él caminó hasta el fonógrafo, la apartó
                  del disco, la colocó sobre su descanso.
                      —Te quedó muy bien el apartamento.
                      —Sí. Está curioso. Pero no me cupieron todas las cosas.
                      —Está muy bien.
                      —Tuve que alquilar una bodega para guardar todo lo que no cupo.
                      —Si quisieras, podrías...
                      —Graciaslo dijo riendo: —Si sólo quisiera un caserón, seguiría con él.
                      —¿Quieres oír más música, o nos vamos?
                      —No. Terminemos el vaso y salimos.



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