Page 112 - La muerte de Artemio Cruz
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equivocarse, por fin logra la comunicación, llama al doctor, pronto, de prisa, porque
quisiera levantarme y disfrazar el dolor con el movimiento y ellos no me dejan —
¿quiénes serán? ¿quiénes serán?— y las contracciones ascienden, las imagino como los
anillos de una serpiente, ascienden hacia el pecho, hacia la garganta, y me llenan la
lengua, la boca, de ese pasto molido, amargo, de alguna vieja comida que ya olvidé y
que ahora vomito, boca abajo, buscando en vano una porcelana y no ese tapete
manchado por el líquido hediondo y grueso de mi estómago: no se detiene, me rasga el
pecho, es tan amargo y me da risa en la garganta, me hace unas cosquillas espantosas:
sigue, no se detiene, es una vieja digestión con sangre, vomitada sobre la alfombra de la
recámara y no necesito verme para sentir la palidez del rostro, la lividez de los labios, el
ritmo acelerado del corazón mientras el pulso desaparece de la muñeca: me han clavado
un puñal en el ombligo, el mismo ombligo que me nutrió de vida una vez, una vez y no
puedo creer lo que los dedos me dicen cuando toco ese vientre pegado a mi cuerpo pero
que no es mi vientre: inflado, hinchado, abultado por esos gases que siento circular y
que no puedo arrojar, por más que puje: esos pedos que suben hasta la garganta y
vuelven a descender al vientre, a los intestinos, sin que pueda arrojarlos: pero sí puedo
aspirar mi propio aliento fétido, ahora que logro recostarme y sentir que a mi lado
limpian apresuradamente el tapete: huelo el agua enjabonada, el trapo mojado que trata
de vencer ese olor de vómito: quiero levantarme; si camino por el cuarto el dolor se irá,
yo sé que se irá:
—Abran la ventana.
—Si hasta lo que quiso lo destruyó, mamá, tú lo sabes.
—No hables. Por Dios, ya no hables.
—¿No mató a Lorenzo, no...?
—¡Cállate, Teresa! Te prohíbo que sigas hablando. Me estás hiriendo.
¿Eh, Lorenzo? No importa. No me importa. Que digan todo. Sé desde hace mucho
lo que dicen sin atreverse a decírmelo. Que lo digan ahora. Que se aprovechen. Yo me
impuse. Ellos no entendieron. Ellos me miran como estatuas mientras el sacerdote me
unta el óleo en los párpados, las orejas, los labios, los pies y las manos, entre las
piernas, cerca del sexo. Enchufa la grabadora, Padilla.
—Cruzamos el río...
Y me detiene ella, Teresa, y esta vez sí veo el miedo en sus ojos, el pánico en la
mueca despintada de los labios, y en los brazos de Catalina un peso insoportable de
palabras jamás pronunciadas y que yo le impido pronunciar: logran recostarme: no
puedo, no puedo, el dolor me dobla la cintura, tengo que tocarme las puntas de los pies
con las puntas de las manos para saber que los pies están allí y no han desaparecido,
helados, muertos ya, aaaaah-aaay, muertos ya y sólo ahora me doy cuenta de que
siempre, toda la vida, había un movimiento imperceptible en los intestinos, todo el
tiempo, un movimiento que sólo ahora reconozco porque de repente no lo siento: se ha
detenido, era un movimiento de ondas que me acompañó toda la vida, y ahora no lo
siento, no lo siento: pero miro mis uñas cuando alargo las manos para tocar los pies
helados que ya no siento, miro mis nuevas uñas azules, negruzcas, estrenadas para
morir, aaaah-aaaay, no, ya pasará, no quiero esa piel azul, esa piel pintada de sangre
muerta, no, no, no la quiero, azul otra cosa, azul el cielo, azul los recuerdos, azul los
caballos que cruzan los ríos, azul los caballos lustrosos y verde el mar, azul las flores,
azul yo no, no, no, no, aaaaa-aaaay, y tengo que caer de espaldas porque no sé a dónde
dirigirme, cómo moverme, no sé a dónde dirigir los brazos y las piernas que no siento,
no sé para dónde mirar, ya no quiero levantarme porque no sé hacia dónde ir, sólo tengo
ese dolor en el ombligo, ese dolor en el vientre, ese dolor junto a las costillas, ese dolor
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