Page 113 - La muerte de Artemio Cruz
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del recto mientras pujo inútilmente, pujo rasgándome, pujo con las piernas abiertas y ya
no huelo nada pero escucho los llantos de Teresa y siento la mano de Catalina sobre mi
espalda.
No sé, no entiendo por qué, sentada a mi lado, compartes al fin este recuerdo
conmigo y esta vez sin reproche en tu mirada. Ah, si entendiera. Si entendiéramos.
Quizá hay otra membrana detrás de los ojos abiertos y sólo ahora vamos a romperla,
a ver. Puede salir del cuerpo tanto como el propio cuerpo puede recibir de la mirada, de
la caricia ajenas. Me tocas. Me tocas la mano y siento la tuya sin sentir la mía. Me toca.
Catalina me acaricia la mano. Será amor. Me pregunto. No entiendo. ¿Será amor?
Estábamos tan acostumbrados. A que si yo ofrecía amor, ella devolviese reproche; a que
si ella ofrecía amor, yo devolviese orgullo: quizás dos mitades y un solo sentimiento,
quizás. Me toca. Quiere recordar conmigo eso, sólo eso; comprenderlo.
—¿Por qué?
—Cruzamos el río a caballo...
Yo sobreviví. Regina. ¿Cómo te llamabas? No. Tú Regina. ¿Cómo te llamabas tú,
soldado sin nombre? Sobreviví. Ustedes murieron. Yo sobreviví.
—Acércate, hijita... que te reconozca... dile tu nombre...
Pero escucho los llantos de Teresa y siento la mano de Catalina sobre mi espalda y
el paso rápido y rechinante de ese hombre que me palpa el estómago, me toma el pulso,
me abre violentamente los párpados e inunda mis ojos de una luz falsa que se prende y
apaga, se prende y apaga y vuelve a palparme el estómago, me introduce un dedo por el
ano, me introduce el termómetro caliente y alcohólico en la boca y las demás voces se
suspenden y el recién llegado dice algo a lo lejos, en el fondo de un túnel:
—No es posible saber. Puede ser una hernia estrangulada. Puede ser una peritonitis.
Puede ser un cólico nefrítico. Me inclino a pensar que es un cólico nefrítico. En ese
caso, habría que inyectarle dos centigramos de morfina. Puede ser peligroso. Creo que
debemos tener la opinión de otro médico.
Ay dolor que se está venciendo a sí mismo, ay dolor que te prolongas hasta no
importar, hasta convertirte en la normalidad: ay dolor, ya no soportaría tu ausencia, ya
me acostumbro a ti, ay dolor, ay...
—Diga algo, don Artemio. Hable, por favor. Hable.
—...no la recuerdo, ya no la recuerdo, sí, cómo la voy a olvidar...
—Mire: el pulso se detiene totalmente cuando habla.
—Inyéctelo, doctor; que ya no sufra...
—Tiene que verlo otro médico. Es peligroso.
—...cómo lo voy a olvidar...
—Descanse, por favor. No diga nada. Así. ¿Cuándo orinó por última vez?
—Esta mañana... no, hace dos horas, sin darse cuenta.
—¿No la conservaron?
—No... No.
—Pónganle el pato. Guárdenla; es preciso analizarla.
—No estuve allí; ¿cómo voy a recordar?
Otra vez ese artefacto frío. Otra vez el miembro muerto colocado en la boca
metálica. Aprenderé a vivir con todo esto. Un ataque; un ataque le puede venir a un
viejo de mi edad; un ataque no es nada del otro mundo; ya pasará; tiene que pasar; pero
hay tan poco tiempo, ¿por qué no me dejan recordar eso?; sí, cuando el cuerpo era
joven; una vez fue joven; fue joven... Ah, el cuerpo se muere de dolor, pero el cerebro
se llena de luz: se separan, sé que se separan: porque ahora recuerdo ese rostro.
—Haga un acto de contricción:
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